El entierro del enterrador

Written by Libre Online

3 de septiembre de 2024

Capítulo X

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

Una bandada de avecillas, respondiendo al canto del señuelo, revoletean alrededor de la jaula y algunas no demoran en ser víctimas de las infatigables trampas de remolinos.

-¡Qué buena está la cosa! -Felipito se frota las manos con fruición. Pasado el mediodía comparten el almuerzo. Juana, harta de mangos, apenas lo prueba. No obstante, Felipito engulle por los dos.

-Aquí ya no van a caer más -el joven manifiesta-. Mejor pasamos la tarde en la pócela del río Ochoa. Ella mira al cielo y se preocupa.

-El día se está nublando. Parece que va a llover temprano. -Allá podemos agarrar un poco más de tomeguines y bañarnos en el río. No vamos a demorarnos mucho.

-¡Bañarnos en el río…! ¿Tú y yo…? -se muestra tímida. -Sí… ¿Qué tiene eso de malo?

-Tener no tiene nada de malo… Pero meterme al río desnuda contigo…

Felipito sonríe confiado.

-Hemos estado viviendo y durmiendo juntos; que más da que también nos bañemos juntos en el río.

Juana enrojece y busca una disculpa plausible.

-Me da miedo que pueda caer un aguacero. De cualquier cosa agarro catarro.

En horas de la tarde, junto al cauce del río Ochoa, Felipito captura más tomeguines. Luego, cuando las nubes vencen al sol y una lluvia suave levanta ronchas en la corriente de agua, Felipito y Juana se introducen, completamente desnudos, al río. El viento se impregna de olor a tierra húmeda y truenos lejanos retumban en las copas de las palmas reales.

Esta vez, Felipito no tiene necesidad de masturbarse bajo el agua. Juana lo abraza por la cintura; pega los senos pequeños al pecho masculino y en un acoplamiento de satisfacción natural, evita que el lecho fluvial se apropie del tributo pasional del hombre.

***

Pasan algunos días y Felipito, a pesar de la constancia, no termina de convencer a Juana para que acepte su proposición amorosa: “Mientras lo pienso me mantengo a mí misma”; ella alega y, aunque en escala menor, continúa ejerciendo la prostitución.

Sin embargo, las noches las pasa con Felipito y en las mañanas, antes de volver a lo que califica de “mi trabajo”, se ocupa de asear las jaulas y alimentar a los tomeguines que aún quedan por vender. El canto del señuelo alienta la respuesta de los demás y alegra a la joven, que con esmero especial cuida a una pareja que Felipito le regalara con la promesa que la hembra estaba a punto de poner y empollar.

Y es en aquella temporada de planes y esperanzas futuras que Felipito comienza a sentir ciertas molestias físicas.

Al principio desoye los avisos del mal, pero una mañana de calor y sol vertical, sudoroso y pálido, le confiesa a Generoso.

-Orinar me arde mucho y el calzoncillo se me mancha de algo que parece pus.

-¿Te pica la punta y la tienes hinchada? 

-Sí… ¿Cómo lo sabes…?

-¡Gonorrea! ¡Juana te ha pegado una gonorrea! Te lo advertí desde el primer candelazo que echaron. Juana no se cuida. ¡Le mete mano a cualquiera!

-¡Ay Dios mío…! -se le demuda el rostro. ¿Y eso es muy malo…?

-Bueno no es; pero hoy en día se cura con penicilina. 

-¿Tengo que ir al médico?

-No hace falta. Arturito, el boticario, resuelve el problema. 

-¿Y Juana…?

-Tienes que decirselo porque ella fue quien te la pegó. 

-Me da pena…

-¡Le ronca el clarinete! Te jodio y todavía le tienes consideración -al instante varía el tono y más mesurado prosigue-. Pobre muchacha; voy a hablar con Candelaria para que sea ella quien se lo diga.

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