No debe nadie asombrarse de que un pastor hable sobre la galantería, porque en La Biblia tenemos un manual que la promueve. Y lo pruebo. ¿De dónde procede este bello halago a una dama?: “Hermosas son tus mejillas entre los adornos, tu cuello entre los collares”. Pues son palabras que se leen en el sagrado libro de Cantar de los Cantares. ¿Habrá alguna muchacha que se moleste porque le digamos que sus labios “son como hilo de escarlata”? Y si quiere leer más, busque el capítulo siete, que no citamos en este artículo porque pudiera ser interpretado como “demasiado fuerte” para mentes conservadoras.
Lamentablemente hoy día la galantería sufre de mortal escasez. Los hombres que tradicionalmente cedían sus asientos a las damas, en estos tiempos se entretienen más enviando textos que practicando la cortesía. Muchos consideran una ridiculez el acto de abrirle una puerta a una señora, o inclinarse al piso para recoger el pañuelo que se le ha caído a una dama, distraída o intencionalmente.
Existe también el caso de los que tratan de ser galantes siendo rudos. En nuestro idioma existen tantas palabras finas, que es una insensatez escoger las más áridas para construir una expresión agradable. Por ejemplo, decirle a una dama de pelo cano que su cabellera denuncia el paso de los años, es improcedente cuando uno puede decir: “No importa que sea invierno en su cabellera cuando sigue siendo primavera en su mirada”.
Voy a mencionar algunos pasos que un hombre puede dar con confianza para ser atractivamente galante ante una dama, teniendo en cuenta que la galantería no debe asociarse siempre a la idea del romance, la conquista o la intimidad, aunque a menudo sea el primer paso para abrirle alas al amor.
Parece algo arcaico, pero es elegante que un hombre se ponga de pie ante la llegada de una señora. Saludar a una dama desde la comodidad de una silla o desde el acomodo de un sofá, echa a perder un encuentro que pudiera ser agradable. Recuerdo la mañana en la que estábamos en un consultorio dental y me puse de pie para ofrecerle mi asiento a una dama que entraba al salón. Esta señora, que no era precisamente joven, me dijo, “gracias, porque ya no existen los caballeros”. Mi contestación le iluminó el rostro: “Mientras haya damas como usted habrá caballeros como yo”.
Hay cosas de las que un hombre no habla ante una mujer: ni de su edad, ni de sus atributos físicos por “sorprendentes” que sean, ni de la innovadora moda de la cirugía estética. En una reunión, de las tantas a las que asisto, se mencionó a una dama que celebraba su cumpleaños. Varias personas lanzaron la impropia pregunta, “¿cuántos?”. Yo, y perdónese mi inmodestia, salvé la situación cuando le dije: “señora, usted no cumple años, es usted una rosa a la que le nace un nuevo pétalo”.
Me decía una compañera de colegio, hace ya unas cuantas décadas de espacio, que algo que enfurece a una mujer es que un hombre no le quite los ojos de encima mirándola detalladamente de la cabeza a los pies, deteniéndose con osadía en determinados detalles anatómicos. Nunca he olvidado el consejo, y siempre que lo recuerdo se me escapa una sonrisa. He aprendido que con una mirada lo mismo se ofende que se halaga. Los ojos humanos están hechos por Dios para que hablen sin necesidad de que se pronuncie palabra alguna.
Otra cosa en la que debemos tener cuidado es en las comparaciones. Estábamos conversando con un amigo cuando nos encontramos con una conocida joven. Mi amigo, que suele ser más locuaz de lo que permiten los límites, le dijo: “¡estás bellísima, te pareces a Jennifer López!” La joven en cuestión, subió de tono el color de su rostro, y le ripostó: “¿No tienes otra persona con la que compararme?” Intervine para decirle “no te enojes, lo que él quiso decirte es que “la ciencia está tan adelantada que ya hasta las rosas caminan”. Una risa selló el incidente.
Hay que tener mucho cuidado con las indiscreciones. En cierta ocasión oí que un hombre, ya entrado en años, no tantos como los míos, pero con notable cercanía, le decía a una señora, probablemente amiga, “te ves horrible con ese color de pelo. Yo prefiero verte de rubia”. Pensé que a este individuo el tiempo, en lugar de aligerarle la mente, se la estancó. A una dama no se le mencionan defectos, aunque notemos que los tiene ni se le critican sus gustos a pesar de que creamos que no son de los mejores. Claro, eso de pintarse el pelo de rojo a los setenta años es como comerse un plátano sin pelarlo; pero lo mejor es evitar alusiones negativas. Hay tantas cosas inteligentes que decir que no tenemos por qué hablar con necedad.
Los chistes, con esto hay que tener cuidado. No todo el mundo es Alvarez Guedes, ni todo el mundo dice sus cuentos desde un escenario o un micrófono. En un grupo la gente empieza una competencia no programada para ver quien dice el mejor cuento, y por alguna razón desconocida, paso a paso se va elevando el color de los mismos. Lo cierto es que se puede ser gracioso sin llegar al nivel de ser pesado. En un consultorio médico un individuo, que sabía hacer reír, empezó a hacer prolijo uso de las llamadas malas palabras. Yo, que a veces quiero poner orden donde existe un desorden del que no soy responsable, interrumpí al señor de marras y le dije: “mire, amigo, en el español hay sinónimos que le tapan la cara a las llamadas malas palabras con el maquillaje apropiado”. Probablemente se sintió mal con mi intervención, pero por milagro, de inmediato, se convirtió en un hábil pintor que le atenuó el color a sus palabras. Debemos recordar siempre que la libertad nos define las reglas de la vida; pero es la experiencia la que nos enseña las excepciones.
Una de las características del halago es que nunca debe escalar la dimensión de la hipocresía. La naturalidad es esencial. Se puede ser amable, simpático y cordial sin traspasar el límite del sentido común. Chateaubriand, el laureado autor francés, expuso un pensamiento que podemos parafrasear: “El escritor original no es el que no imita a nadie, sino aquél a quien nadie puede imitar”. En materia de halagos pudiéramos decir: “el que sabe halagar no es el que se cuida de no molestar, sino aquél de quien nadie puede sentirse molesto”. El que le diga a una dama de setenta años que se parece a María Félix en sus mejores tiempos, nada tiene de galantería, pero sí mucho de superchería.
La palabra galantería proviene del francés “galant”, y éste del verbo “galer” que significa divertirse. Si leemos la historia de la galantería, disponible en varias páginas del internet, nos daremos cuenta de que la galantería siempre ha estado asociada a momentos gratos, sentimientos festivos y acciones risueñas. No se puede ser galante con el ceño fruncido, el cuello erguido en señal de arrogancia ni con los labios apretados indicando mal humor.
Bajo el nombre de “galán” o “galanes de noche” existe el “Cestrum Nocturnum”, un arbusto trepador de hojas enteras, del cual se conocen alrededor de 200 especies. La principal característica de este arbusto de flores en forma de campanillas es que desprende un característico y apreciado perfume durante las horas nocturnas, motivo por el cual su curioso nombre, ya que expone sus mejores galas por la noche. No que haya que esperar que el sol se oculte para que la galantería aparezca; pero un cielo estrellado siempre es una ayuda oportuna.
No se trata de que la galantería necesita un murmullo de olas del mar ni un resplandor de luna, sino de que su presencia siempre es agradable. Recordemos de que no siempre el romance es necesariamente el ingrediente obligado en nuestras relaciones humanas. En estos tiempos nos dejamos regir por la popularidad de lo sexual; por lo que es necesario que los que somos personas con sentido común sepamos superar esa compleja tendencia con una actitud que coloque los sentimientos del corazón por encima del placer del sexo. Amiel dijo que “sólo se ve bien con el corazón”, y en resumidas cuentas el halago es una manera de ver la vida con el amor que ni se limita ni se somete a las satisfacciones materiales.
Aprenda a halagar y se sentirá halagado.
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