Ilusión

Written by Libre Online

18 de junio de 2024

Por Arthur Schnittzler (1931)

No quiero seguir viviendo, no puedo vivir más. Mientras me encuentre en este mundo, la gente me perseguirá con su ironía y no comprenderá jamás la verdad. 

La verdad es que mi mujer me es fiel, lo juro por todo lo que más quiero y consagro este juramento con mi muerte.

 He estudiado obras científicas que tratan de este asunto misterioso e inquietante, y tengo ejemplos irrefutables para convencer a los escépticos y a los burlones. Estos ejemplos han sido suministrados por sabios ilustres y sus argumentos convencerían a todo espíritu imparcial. 

Malebranche nos cuenta que una mujer habiendo mirado con insistencia un retrato de San Pío, que lo representaba en el momento de su canonización, dio a luz un niño que se parecía al augusto anciano. Sus rasgos fisonómicos denotaban el cansancio de la edad, sus ojos se elevaban hacia el cielo, sus brazos estaban cruzados sobre el pecho. En un hombro tenía un lunar que reproducía un sombrero de cardenal. Que aquellos a quienes no les sea suficiente el testimonio de este ilustre discípulo de Descartes, consulten a Martín Lutero.  

Martín Lutero conoció en Wittenberg a un ciudadano con cabeza de muerto. Y era sabido que la madre del desgraciado había sufrido durante el embarazo un fuerte acceso nervioso a consecuencia de haber visto un cadáver. 

Pero el hecho que me parece más interesante y menos sujeto a dudas es el que relata Heliodoro en sus “Libri Aethiopicorum”. Este incomparable autor afirma que la esposa de Hidapes, rey de Etiopía, dio a luz una niña blanca después de dos años de matrimonio. Temiendo la cólera de su esposo, abandonó a su hija tan pronto como esta nació, pero, en una faja que le puso, escribió la verdadera razón de la funesta casualidad: unas estatuas de mármol blanco, situadas en el parque del Palacio Real habían atraído su mirada en el instante del abrazo conyugal. 

Pero aquí no se detiene el poder del pensamiento y la cosa que sucedió en Francia en el año 1637 es un ejemplo viviente. En este caso no se trata ni de ignorancia ni de superstición: una mujer parió un niño que nació en ausencia del padre, 4 años después de la partida de este. Ella juró que 9 meses antes había soñado con su esposo de una manera tan vehemente, lo que en su sueño había creído sentir la eficacia del amor marital. Los médicos y las comadronas de Montpellier comparecieron en la corte y declararon en favor de la mujer: todos consideraban posible el hecho. Y el tribunal le concedió al recién nacido los derechos y los títulos de un hijo legítimo. 

Consúltese también la obra deja Hamberg sobre “Los curiosos fenómenos de la naturaleza”. En la página 74 se hallará la historia de una mujer que dio a luz un niño con cabeza de León. La explicación es sencilla: en el séptimo mes de su embarazo, su marido la había llevado a ver domar unos leones. 

Si alguien conoce al escritor Limboeck y su tratado de los errores fisiológicos de la mujer publicado en Basilea en 1846, que tenga la bondad de hojear dicho tratado y verá en la página 19  que un niño nació teniendo en la cara la cicatriz de una quemada. Algunos meses antes de nacimiento, la madre había presenciado un inmenso incendio.

 Este último volumen lo tengo sobre mi Buró y lo estoy ojeando mientras escribo. Contiene muchos ejemplos curiosos cuya absoluta verdad ha sido reconocida y probada. Y yo le doy fe, puesto que me ha sucedido un caso semejante con mi esposa, con la inquebrantable convicción de que esas cosas existen y que por consiguiente mi querida mujer me ha sido fiel. Que estoy tan seguro de ello como de que vivo y respiro en este momento. ¿Me perdonarás, esposa mía, me perdonarás que abandone este mundo?  – Me decido a morir precisamente porque te amo: No puedo soportar la vista de tantas personas que se burlan de nosotros. Ya no seguirán riéndose de mí, pues comprenderán como yo comprendo. 

Los que encuentren esta carta, sepan que mientras la escribo, mi mujer descansa en el cuarto de al lado, y que duerme con un sueño apacible, con el sueño del justo. Y su hijo que tiene 15 días solamente, duerme también en su cunita cerca de la cama de la madre.  

Antes de irme de esta casa para siempre, rozaré con mis labios la frente de mi mujer y la de mi hijo. Si anoto todo esto con tanta precisión, es para que no me crean loco. He reflexionado mucho y me encuentro tranquilo. Tan pronto como haya terminado esta carta, me marcharé a pie, bien lejos, en la noche, a través de las calles desiertas,  hacia los lugares que frecuentemente he recorrido con mi mujer en Dornbach… en el bosque. 

Mi decisión es definitiva, soy sano de espíritu y de cuerpo, me llamo Andrés Thamayer, tengo 35 años y soy funcionario del Estado. Me casé hace 4 años. Conocí a mi esposa 7 años antes de casarme con ella. 

Rechazó a otros dos pretendientes porque me amaba, porque quería esperarme. Sí, perfectamente: eran dos buenos partidos: uno ganaba 1800 florines en Viena, el otro era hijo de un rico comerciante de Triste.  Este último había alquilado una habitación en casa de los padres de mi mujer, y ella rehusó su amor por aceptar el mío, por quererme a mí que no era ni rico ni buen tipo, y ni estaba en situación de podernos casar pronto. Y a pesar de todo esto,  la gente está diciendo que esta mujer, la que me ha sido fiel durante 7 años, me engaña ahora. 

¡Ah, los hombres no son más que unos pobres tontos, no saben leer en nuestra alma, y se deleitan contemplando el dolor ajeno,  son viles y sin piedad! pero yo he hallado la manera de hacerlos callar… Y me parece que los oigo decir: “Nos hemos engañado, hemos juzgado mal a tu mujer,  no era necesario que te mataras, hubiéramos comprendido la verdad sin ese sacrificio”. Sin embargo, repito una vez más que mi muerte es necesaria. No habrá tregua para las burlas mientras yo viva. Todos ustedes son iguales, pobres humanos sin conciencia. 

Solo un hombre se ha mostrado compasivo y bueno: nuestro médico. Me preparó delicadamente antes de hacerme entrar en el cuarto de mi mujer. “Mi querido Thamayer, es preciso que sea usted razonable, me dijo el doctor. No le dé ningún disgusto a su mujer. Estas cosas suceden; mañana le traeré el libro de Limboeck y algunas otras obras que tratan de los errores fisiológicos de las mujeres encintas”. 

Yo recibí esos libros y pido a mis familiares que se los devuelvan a su excelente dueño. No tengo otras disposiciones que tomar, mi testamento está hecho, y no lo cambiaré, pues mi mujer me ha sido fiel y su hijo es mi hijo. En cuanto al color de su piel, la explicación es sencilla y comprensible para todos los espíritus que no están obcecados por los prejuicios, la maldad y la ignorancia. 

Me atrevo a opinar que, en un mundo hecho de mejores elementos, mi suicidio sería absolutamente superfluo. Pero nadie quiere creerme. 

Hasta el tío de mi mujer, un hombre por el cual yo sentía el más grande respeto ha sonreído de modo significativo mirando el bebé. Mi madre, inmediatamente que vio al muchacho, me apretó la mano con compasión. 

Mis compañeros de oficina cuchichean desde que me ven llegar. El conserje, a cuyos hijos les regalé mi viejo reloj el día de Año Nuevo, no puede disimular la sonrisa que brota en sus labios cuando me mira. Mi cocinera, que era una mujer muy seria, ha cambiado de carácter como si estuviera constantemente en una fiesta. El bodeguero, que siempre me había respetado tanto, señalaba hacia mí con el dedo el otro día, mientras hablaba con una señora. ¡Ah! ¡las murmuraciones, los chismes! Muchas personas cuyos nombres ignoro, conocen mi historia. 

Dos comadres hablaban de la cuestión en voz alta en el tranvía, la otra tarde. Yo estaba en la plataforma y oí pronunciar mi nombre. ¿Qué hacer? lo pregunto a gritos, aunque este término parezca ilógico en una carta: ¿Qué hacer? ¿Ir a decirle a todo el mundo: lea usted al Limboeck, lea usted a Hamberg?. No puedo mostrarme de rodillas gritando: ¡Por favor, no sean crueles, con mi mujer vio a un negro en el jardín zoológico el verano pasado! ¿Voy a explicarle a todo el mundo que mi esposa estuvo sola con su hermana en ese maldito jardín donde varios africanos tenían su campamento?. Yo estaba en casa de mis padres, mi padre estaba enfermo, muy enfermo. No puede negarse la evidencia, su enfermedad era grave puesto que lo mató. 

Pero volvamos a nuestro asunto. Aún estaba sola. Cuando regresé, la encontré acostada, enferma de miedo, de angustia, de aburrimiento… ¡Qué sé yo! Mi ausencia no había durado más que tres días, pero era demasiado para ella. Sí, tal era el amor de mi mujer hacia mí. Me senté a su cabecera y sin tener que interrogarle nada, supe todo lo que había pasado.

Voy a tratar de recordar exactamente el empleo de sus días: el lunes por la mañana, se quedó en casa; por la tarde, salió con su hermana Federica, a la cual llamamos corrientemente Fritzi. La muchacha es novia de un joven que vive en Bremen, donde la espera para casarse con ella. No hablo de esto sino incidentalmente. Mi mujer no salió el martes, estuvo lloviendo todo el día. 

En fin, el miércoles por la tarde Ana y Fritzi salieron juntas y fueron al jardín zoológico donde estaban acampados los negros africanos.  Yo estuve allá unos días más tarde con un amigo.  Mi mujer no quiso acompañarnos, pues hasta el recuerdo de esa gente la espantaba ya. Nunca había experimentado una angustia parecida a la que sintió cuando se encontró sola frente a aquellos tipos incivilizados… Sí, sola, porque Fritzi se había ido… me es imposible que callar la verdad. 

Fritzi es una loca una desordenada. Aprovecho esta última carta para llamarla al orden. Es necesario que se formalice que no haga sufrir a su novio.  Su novio es un hombre muy bueno y sensible. Pues bien, aquella tarde mi cuñada tenía una cita con un señor casado de muy mala reputación, se eclipsó con él y no volvió. Mi mujer estaba sola. Algunas nieblas precoces anunciaban ya el otoño.  Yo nunca voy al  Prater por la tarde sin llevar mi abrigo: sobre el césped se extienden casi siempre vapores blanquecinos en los cuales se reflejan las luces.  

La tarde era brumosa. Fritz había desaparecido y mi mujer Ana estaba sola, sola entre los gigantes de ojos lucientes de barbas negras y ásperas. En verdad su espanto estaba justificado.  Esperó a su hermana durante dos horas. Fritzi no volvió y Ana tuvo que abandonar el jardín del cual cerraban ya las puertas. 

Poseo estos detalles de la misma boca de mi mujer que me los contó cuando regresé y me senté a su cabecera. ¡Ah! Nunca olvidaré la profunda inquietud de sus ojos,  los precipitados latidos de su pobre corazón… Si yo hubiera sabido que ella estaba encinta nunca le hubiera permitido que fuera al Prater con Fritzi por la tarde.  

Son innumerables los peligros para una mujer en ese estado.  Pero ni ella ni yo sabíamos nada. Evidentemente, si Fritzi fuera más seria no hubiera hecho lo que hizo.  Pero esta pobre Ana ha sido siempre una desdichada. Se quedó sola, asustada y también inquieta por la desaparición de Fritzi. Ahora todo ha terminado, y no acuso a nadie. He anotado simplemente todo esto con el fin de dilucidar el misterio que nos rodea… De lo contrario, la gente podría decir que me suicidé porque mi mujer me ha engañado. 

¡No, no y no! Mi mujer es irreprochable, lo repito,  y el hijo nacido de sus entrañas es hijo mío también. Los amo a los dos mientras me quede un minuto de vida. Son ustedes los que me impelen al suicidio con tanta maldad tantas murmuraciones y tanta incomprensión.  

Si yo quisiera explicarles a ustedes las palabras de sabios ilustres se echarían a reír en mi presencia o a mi espalda. Y dirían seguramente: “Thamayer está loco”.  Eso es todo… es la una de la mañana… el reloj suena… Buenas noches… voy a besar a mi mujer y a mi hijo… Después partiré para no regresar jamás… ¡Adiós!

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