Por Jorge Mañach (1945)
“De una mirada se bebía un campamento”, dijo Martí de Antonio Maceo. ¡Quién tuviera ojo así de aquilino para abarcarle a él mismo, no solo la talla heroica, sino también la estatura moral y el alcance entero de su voluntad histórica!
Porque hay un modo de minucia que consiste en sólo ser más alto que los demás, como las catedrales, y otro que estriba en la capacidad para tenderse a sí mismo y abrir camino, como los puentes. Hay los grandes hombres que nacen ya como vaciados en una pura verticalidad ideal, y otros que se van formando en el horno de la historia. El fuego de una sola gran intención, le va dando firmeza y perfil al barro humilde de que están hechos, y ellas siguen después irguiendo y afirmando a los demás en su propia llama.
No dudo de que sea esta la menos privilegiada y, por tanto, la más heroica grandeza. Fue la de Maceo. Más que el empinamiento augusto del espíritu–con haber sido el suyo tan altivo y generoso–tuvo la dimensión poderosa del carácter y de la voluntad. En la clasificación elemental que todos nos sabemos, era Maceo el hombre “de acción”, diverso del hombre de pensamiento o de emoción pura. Su vida se nos presenta como un vasto querer desenvuelto en el tiempo y en el espacio.
Pero eso engaña a veces. Se le ve a Maceo la existencia tan cargada de lo episódico y concreto, tan colmada proeza externa, que se tiende a no ver sino eso, a pensar que la acción le hubiera devorado el espíritu, dejándolo reducido sólo a una ciega, e impetuosa voluntad. Cuando se mira, sin embargo, aquella vida va más allá de su evidencia guerrera, se advierte lo elemental de aquella clasificación: solo el alma grande produce la gran continuidad de la acción.
La vida de Maceo es un fluir de batallas de la Guerra Grande, un largo paréntesis de afán conspirativo por batallar más, y al fin, un reanudamiento de violencia impetuosa hacia la muerte. Su calidad de peleador fue homérica. Pero ¿qué clase de calidad humana es la que da eso? El instinto guerrero puede no ser más que un ánimo primitivo y hasta feroz o mercenario.
El amor del peligro, los redaños para enfrentarse con él, la aptitud para desatar la violencia y para sortearla, solo tiene un rango egregio en la medida en que no son puro instinto. Si los hombres admiran el valor, no es por lo que haya de animal en él, sino precisamente, por lo contrario: por lo que representa de superación del instinto de conservación. Es la nota moral lo que importa: la percepción más o menos vaga de que el instinto y el egoísmo van juntos y de que, con ellos solos, jamás ha logrado abrirse paso una alta intención.
Otra cosa es decir que Maceo se fue construyendo poco a poco a sí mismo desde ese plano instintivo. Es esta ascensión justamente lo que le da más asombroso perfil a su vida. Pocas veces, sin embargo, se habrá visto hombre alguno más eficazmente impulsado hacia arriba desde un origen más humilde. De sangre afroamericana, dos veces ardorosa, le había de venir ya en las venas el ansia de la libertad y el fuego para conquistarla. Tuvo pocas letras para empezar.
Peleó gallos y riñó amores. Llevando su arría por los trillos escabrosos de Oriente, se formó en él aquel gusto de la nitidez y del silencio que la montaña engendra, aquella confianza de saber que detrás de todo obstáculo hay siempre un horizonte escondido, aquel ejercicio temprano de albedrío, que tanto importa para que los hombres aprendan, para toda la vida, o no consentir el acoso de los demás. Entre aires montañeros echó, en fin, aquel cuerpazo hermoso y firme–¡gran tragador de balas! –, que Céspedes había de ponderarle a la primera ojeada, y aquel aplomo de hombre que, curtido en lo abrupto de la naturaleza, no se encogía ante la mera existencia humana.
Súbitamente surge el guerrero. Parece desde el primer momento, que hubiera traído innata al mundo, no ya el instinto, sino la ciencia de pelear. Y, sin embargo, aún el profano de las lecturas épicas cree advertir que también el militar se va construyendo así mismo desde el puro instinto.
Del cauteloso merodeo de guerrillero, que conoce su tierra oriental y le saca partido, atacando a la diabla y triunfando más por la ceguera con que se entrega a lo imposible que por el designio con que escoge sus oportunidades, entra ya, en el Camagüey, a una sabiduría ya calculadora de su propio ímpetu, sabiduría de estratega de la estrechez y del llano.
Veintitantos años más tarde en la proeza larga de la invasión, nos parece que exhibe un elegante estilo de eludir y de embestir según le place, ahorrando vidas y sumando victorias, administrando con lujos de movilidad y de imaginación la angostura de la Isla y de los recursos. Al final, en la increíble campaña de Vuelta Abajo, donde volvía a moverse entre montañas, reta, burla y diezma sin cesar–a veces con solo un puñado de hombres y cien tiros en las cananas–los bien provistos batallones de Weyler.
Sí, la guerra fue el cálculo y la astucia de Gómez; pero, sobre todo, del ímpetu iluminado de Maceo. Su nombre se hizo consustancial con ella. Andaba ya entonces y anduvo luego mucho tiempo, con acentos de leyenda por los papeles de Europa y América. Muchos años después de su muerte, un niño cubano interno en colegio de España veía a sus compañeros leer, con las novelas de bandidos y aventureros y detectives, con Salgari y Nick Carter y los “Siete Niños de Ecija”, folletines de la
guerra de Cuba, en que un resentido, agrio todavía, trataba de acreditar para la infancia el heroísmo español y la felonía mambisa.
El “villano” de aquellos cuadernos era siempre Maceo. Al cubanito extraviado se le encendían de ira los ojos cuando escuchaba los vituperios y las cuchufletas de los muchachos contra el “feroz cabecilla” de la manigua cubana; pero adivinaba que en aquella “literatura” infamante y en el embobamiento con que los muchachos lo leían, había una especie de homenaje al revés. ¡Maceo había sido la pesadilla española durante un cuarto de siglo! Un día, en el propio Madrid y en la casa del general Luque, que la tenía en el barrio de Salamanca, el niño cubano se henchía de orgullo secreto oyéndole decir del propio general, el de la cuadrada barba blanca:
“¡Maceo! ¡Aquello era un ciclón de los de allá!”
Pero ¿nada más había en aquel hombre? ¿Nada más que una fuerza de la naturaleza y un arte soberano de pelear? ¿O también una gran voluntad moral, un carácter de acero, un noble y enérgico ideal?
El guerrero mismo no era puro instinto, simple ceguera de la sangre. Valientes de estos los tuvo a montones la manigua. Pero en Maceo el valor se daba con un coeficiente de pundonor, de lealtad generosa, de disciplina a toda prueba y hasta de humor, que lo levantaba a mil codos por sobre el mero denuedo. Acaso lo más hermoso en él, y lo de más profunda ejemplaridad histórica, fue el espíritu de norma, de autoridad y acatamiento con que supo dominar siempre su propio ímpetu, sus tentaciones de gloria personal, hasta sus resentimientos. La victoria mayor de Maceo fue la que constantemente estuvo ganado sobre sí mismo.
Desde el primer momento, fue un querido de la victoria. En torno a él se disipaban todas las castas y jerarquías, fundidas en la admiración a su talento guerrero y a su natural autoridad humana. No había a su lado ricos ni pobres, hidalgos ni humildes, blancos ni negros, sino solo soldados de un gran capitán. Sin embargo, en la Guerra Grande, de cuna aristocrática a puras batallas y cicatrices tuvo que ir ganado los grados. ¿Por qué ocultar que pesaba contra él toda una tradición de aprensiones criollas, las mismas que durante casi un siglo habían demorado la independencia de Cuba? La alta voz de Céspedes aún no había acabado de barrer aquello. Se tardaría mucho todavía.
Frescos traía aún los laureles de “La Indiana” y “Naranjo” cuando ocurrió aquel incidente del baile mambí–la salpicadura de la discriminación racial en su forma más humillante, porque venía de una mujer. ¡Con qué esencial dignidad centrada en sí mismo, supo contenerse Maceo! ¡Con qué clara inteligencia de lo que pueden y tardan ciertos resabios históricos supo frenarse la ira en una sonrisa de caballero! A lo largo de su vida, muchas veces más había de apurar aquel acíbar.
El resentimiento se le disolvió siempre en algo que vale más que la discreción: un comprender que el tiempo no acelera sus pasos por el amor propio de los hombres. ¿Quién habló, quién habla todavía en voz baja de su “racismo”? con su enorme prestigio militar y patriótico, pudo muchas veces alzarse sobre todos los prejuicios y humillarlos, a costa tal vez, del destino de la Revolución. Pero mientras otros tenían “preocupaciones” menguadas, a él solo le dominaba la gran preocupación: la de la Nación a crear.
Por encima de todo puso siempre la unidad, la concordia, el respeto a la autoridad constituida legítimamente. Fue ejemplo constante de subordinación en una guerra laxa y dispersa, rondada por el individualismo levantisco. Hasta cuando se le mandaba mal, obedecía seguro siempre de su imaginación para sacar en triunfo la mala consigna.
Con todo y lo mucho que reprobó siempre la injerencia del simplismo civil en la acción de guerra fue acatador constante de la autoridad política. Se le ve la angustia indignada con que vibra frente a todas las discordias internas desde la deposición de Gómez hasta la desintegración sediciosa que se había iniciado en Lagunas de Varona. Nunca le perdonó a Vicente García sus pujos de capitanía que tanto contribuyeron a malograr la primera guerra. Del general tunero había de escribir una de aquellas frases lapidarias que el instinto le dictaba: “El templo de la libertad no se había aún construido, cuando él pensó ponerle altar”.
¡La Libertad! Esa era su única ambición. Sobre ella no admitía componendas. La amaba con obsesión, con ternura, con furia. Cuando la pusiera en entredicho o en peligro era para él vitando. Hasta la humillación personal supo padecer por ella.
Para todo halló serenidad resignada menos para el Zanjón, Baraguá tiene un acento genuinamente épico de arrogancia desesperada. Si por algo merece ese calificativo un poco desaforado de “Titán” es por aquel intento de levantar él solo, a pura vergüenza, toda la empresa caída; por aquel henchimiento hercúleo del pecho libertador frente al desastre. Gracias a él no fue el Zanjón un punto final. El ansia irreductible de libertad convirtió la capitulación en tregua; añadió solo unos puntos suspensivos al primer párrafo de la emancipación. La historia de Cuba tiene pocos momentos de tan melancólica grandeza.
Y en el interregno hasta la otra guerra ¡qué hondura de fe y paciencia y que abnegado espíritu de concordia el de Maceo! Se le veía el alma grande en el odio a la pequeñez, y la voluntad histórica en la aptitud para desdeñar el incidente. Tenía siempre puesta la mirada en la fundación. Por los años en que la fatiga, la desilusión y los resentimientos dispersaban las voluntades, Maceo ya adelantaba, con la actitud y con los esfuerzos coordinadores, la obra de Martí.
Fue después armonizador incansable entre la duda dilatoria de unos y la fe impaciente de otros, entre el ordenancismo agrio y el idealismo apostólico, entre los personalismos excesivos y el populismo amorfo de las emigraciones. Hombre de dos razas, raíz de pueblo florecida va en eminencia histórica, instinto depurado en la reflexión, cumplió como nadie entre los guerreros ese papel de armonizador que hasta por lo biológico le parecía reservado.
Las balas de San Pedro como a Martí las de Dos Ríos, le ahorraron la ira impotente de ver mediatizada la fundación nacional por la injerencia americana al que había dicho una y otra vez que los cubanos se bastaban a sí mismos para hacerse libres. En la página de Baraguá había quedado ya escrito cómo habría reaccionado Maceo frente a la Enmienda Platt.
Pero hay que creer en la sabiduría del destino histórico. A Maceo como a Martí, le había llegado su hora de madurez. El horno de la guerra le había dado ya todo su perfil y firmeza al barro de pueblo que estaba hecho. Había alcanzado la total estatura heroica; estaba en las vísperas del mito. Era la hora en que tenía que morir, como su “alma hermana” de Dos Ríos, para alimentar mejor de su sustancia al futuro de la Nación.
Esta sustancia es la de la propia entereza en el sentido no solo de valor de hombre, sino de integralidad. Aquella mezcla de blanco y de negro, de populismo radical y de hidalguía espontánea, de pura naturaleza y de fino pulimiento, de altivez y de disciplina, de absolutismo libertario y de buen juicio político, de dignidad y de discreción, no debe haber sido un mero accidente en nuestro destino. Y si lo fue, hay que hacer de él un símbolo.
Maceo no es solamente un símbolo. Maceo no es solamente historia pasada; es todavía historia por hacer. Muerto sigue todavía llamando a la integración y concordia de todos los cubanos.
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