Por Andrés Valdespino (1954
“Su vida, sencilla y pura, nos ha proporcionado un modelo perfecto que imitar si queremos conservar la libertad y mantener nuestras instituciones; y su muerte, —tan útil y fecunda como su vida porque dejó en herencia el ardiente deseo de no olvidar sus propósitos— es una prueba luminosa de que nada pueden las desgracias y las contrariedades en un pueblo que necesariamente ha de ser libre».
(De un artículo de Manuel Sanguily)
Los dos grandes días cubanos del mes de mayo, el de luto del 19 y el de fiesta del 20, nos han hecho olvidar la otra gran fecha de Mayo: la del 11. La de Jimaguayú. La de la escaramuza desgraciada en que cayó Agramonte en los agrestes campos camagüeyanos.
Creo que siempre es saludable a la conciencia de los pueblos el recuerdo de los hombres que forjaron su nacionalidad. Avivar el pasado, cuando el pasado ha sido glorioso y ejemplar, alienta y estimula. Y si esto es cierto en todos los tiempos, mucho más lo es en tiempos sombríos y angustiosos en que el presente se nos desploma y el futuro se nos obscurece.
Entonces, revisar el pasado es cuando menos una liberación. Pero, sobre todo, ha de ser acicate. De sobra sabemos que la Historia no vuelve sobre sus pasos y que quien se entrega, con demasiado apego a lo de ayer, corre el peligro de quedar petrificado. Por eso la cuestión no es solazarse inútilmente en las glorias pretéritas de los muertos ilustres, ni repetir nostálgicamente la sobada cantinela (falsa de raíz), de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Nada resuelve esclavizarse a cosas que el tiempo se ha llevado para siempre.
La Historia no puede ser cadena, sino espuela. Ahí está el valor de la Historia. Lo que importa es aprovechar su legado para superar el presente y edificar el futuro. Hay que mirar hacia atrás, no en afán contemplativo, sino en rebúsqueda inquieta de lecciones y enseñanzas. Y nuestro pasado histórico, el que culminó en la manigua insurrecta y tiñó de sangre a San Pedro, Dos Ríos, San Lorenzo y Jimagüayú, es fecundo en enseñanzas y lecciones.
El 11 de mayo dio la vida por la Patria un hombre para referirse al cual le bastó a Martí una sola cualidad. “De Agramonte”. dijo el Apóstol, “la virtud”. Murió a los 31 años, en la época en que se hace más difícil la virtud. Pero había dicho a los suyos que para salvar a Cuba bastaba con la vergüenza. Y fue leal a su palabra hasta la muerte.
Es una verdad no por muy dicha menos cierta que los cubanos desconocemos en lo esencial a nuestras figuras históricas. Me pregunto si a todos los pueblos ocurre lo mismo. Pero, aunque ello fuera cierto, sólo para los tontos es consuelo el que el mal sea de muchos. Con la posible excepción de Martí, sobre el que hemos agotado al parecer todo nuestro fervor patriótico (que aunque deba ser abundante, no tiene por qué ser excluyente), de los hombres que nos dieron Patria apenas si tenemos una noción epidérmica. Y a veces falseada. Ignacio Agramonte corre la misma suerte.
En la Plaza de Armas de su ciudad natal, los camagüeyanos le han levantado una estatua ecuestre en la que el Bayardo, espada en mano, porte arrogante de caudillo militar, se apresta a entablar combate. La piedra, pues, lo ha inmortalizado en actitud bélica. Y si a los muchachos de nuestras escuelas se les pregunta quién fue Agramonte, responderán que un bravo general mambí que libró múltiples batallas contra los españoles, dirigió el intrépido rescate de Sanguily. Y murió atravesado por una bala-artera en Jimaguayú. No se equivocan ciertamente. Pero eso es recortar las dimensiones del camagüeyano inmortal. Se ha tomado lo accesorio por esencial.
Agramonte fue guerrero por circunstancias. Pero en la vida de los grandes hombres lo que interesa no es lo que imponen las circunstancias, sino lo que decide la vocación. Y por vocación, el mártir de Jimaguayú fue ante todo en sus tiempos, aún en medio del fragor del combate, reivindicador del derecho, de la ley y la justicia, representante genuino del ideal democrático y civilista, y defensor audaz de las libertades humanas frente a todos los despotismos políticos y sociales. Captado en esa proyección, Agramonte tiene para estos infortunados momentos que vive ahora su tierra, un mensaje de fe, dignidad y vergüenza, que estamos todos obligados a plasmar en realidad.
LA TESIS DE GRADO
El amor a la libertad y el respeto a los derechos humanos prendieron en el alma de aquel hombre desde su primera juventud. Serían ideales que lo animarían hasta la muerte. En su defensa planearía las normas constitucionales de Guáimaro, se enfrentaría resueltamente al mismo Céspedes y daría la vida en Jimaguayú. En su defensa, igualmente, se iniciaría en la vida pública cubana. Ante el claustro de la Universidad, en el vetusto convento de Santo Domingo, el joven estudiante que aspiraba a la licenciatura en derecho civil y canónico resumiría atrevidamente sus aspiraciones liberales en una tesis de grado que Antonio Zambrana habría de calificar más tarde de “toque de clarín”.
En pleno despotismo español, Agramonte abogaba por el reconocimiento de derechos inalienables e imprescriptibles, afirmaba que “La ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desagracias públicas y de la corrupción de los gobiernos”, y mantenía que “bajo ningún pretexto se pueden renunciar esos sagrados derechos ni privar de ello a nadie sin hacerse criminal ante los ojos de la Divina Providencia”. Y como pronóstico del estallido que se avecinaba, concluía Agramonte su exposición académica con frases que aún hoy resuenan con dramática vigencia: “El gobierno que con una centralización absoluta destruya el franco desarrollo de la acción individual y detenga a la sociedad en su desenvolvimiento progresivo, no se funda en la justicia y en la razón, sino tan sólo en la fuerza: y el Estado que tal fundamento tenga, podrá en un momento de energía anunciarse al mundo como estable e imperecedero, pero tarde o temprano, cuando los hombres, conociendo sus derechos violados, se propongan reivindicarlos, irá el estruendo del cañón a anunciarle que cesó su letal dominación. Con razón afirmaría más tarde el Presidente del Tribunal examinador, que en caso de haber conocido previamente el contenido de aquel discurso no hubiese autorizado su lectura.
EL ÚNICO CAMINO
Agramonte era hombre de paz. Pero como antes Varela y más tarde Martí, comprendía que a los cubanos no le quedaba, para ser libres, otro camino que el de la revolución. Para evitar una lucha a la que sus desafueros la habían conducido, y como forma de socavar la moral revolucionaria, apenas iniciada la guerra del 68, España se apresuró a prometer reformas políticas.
No se daba cuenta aquel gobierno que el problema era mucho más hondo: no era cuestión de concesiones sino de derechos. Ante todo, del derecho de un pueblo a ser libre. Y cuando a un pueblo se le arrebata la libertad no se conforma con favores minúsculos. Quienes la secuestran sólo pueden reivindicarse restaurándola por entero. Y si se empeñan en retenerla, tarde o temprano se le reconquistará por la fuerza. Ya diría Martí que “los derechos no se mendigan, se arrebatan”.
El Conde de Valmaseda sería el encargado de ofrecer a los alzados las reformas políticas, en los albores de la Guerra Grande. Napoleón Arango, sumiso al yugo español, actuaría de mediador entre peninsulares y cubanos. Y el 26 de noviembre de 1868 se reunirían los patriotas criollos en el paradero de las “Minas”. Sería allí donde Agramonte, en erguida postura de varonil entereza, definiría para siempre su actitud frente a España al exclamar arrogantemente: “Acaben de una, vez lo cabildos, las torpes dilaciones, las demandas que humillan. Cuba no tiene más camino que conquistar su redención arrancándosela a España por la fuerza de las armas”. Idéntica actitud asumiría Martí años más tarde, frente a las ingenuas esperanzas de los autonomistas.
Agramonte tuvo en la contienda del 68 la misma visión que el Apóstol en la del 95. Para ambos, la lucha no había de ser sólo para sacudirse de encima la opresión española, sino para construir la república futura sobre bases civilistas y democráticas. La pugna entre españoles y cubanos era algo más que un choque de facciones. Era en el fondo el encuentro entre dos concepciones políticas, entre dos formas de vida. Libertad contra opresión. Democracia contra autoritarismo. Civilidad contra militarismo. Martí habría de tronar contra los “despotismos personales” y advirtió el peligro de instaurar una república sobre cimientos falsos y ambiciones menudas. Pero ya desde la Guerra Grande, una voz se alzaría para proclamar ese mismo ideario y arremeter contra esos mismos peligros. La voz de Agramonte.
LA GUERRA GRANDE
Cuba ha escrito en su historial revolucionario páginas ejemplares. Pero pocas como la de la guerra llamada de los 10 años. Fue la gran aventura idealista por la libertad y el decoro; la osadía única de un puñado de hombres que mantuvieron en jaque al poder español. Fue sobre todo la gran sacudida de la conciencia criolla. Tenía que ser como fue: corajuda, intrépida, heroica. Desde el inicio en el desnudo batey de la Demajagua hasta el epílogo en la rebelde coyuntura de Baraguá.
A Céspedes cupo la gloria de haber puesto en pie al pueblo cubano. Nadie podrá disputársela jamás. Pero fue a Agramonte a quien correspondió delinear los contornos ideológicos de aquella contienda, convertirla, no en una escaramuza guerrera, sino en el gran esfuerzo de Cuba por construirse una República de perfiles democráticos. Fue él quien sentó en plena guerra las bases de nuestra nacionalidad, y quien orientó la revolución por los cauces de la ley, la justicia y el derecho.
Céspedes y Agramonte encarnaron dos concepciones del problema cubano. Coincidían en el objetivo, la libertad de Cuba, pero discrepaban en los medios. El hombre de la Demajagua tenía de la República en armas una noción absolutista y autoritaria; el mártir de Jimaguayú una visión democrática y liberal.
Para Céspedes lo principal era derrotar a España; para más tarde se dejaría el cómo configurar jurídicamente a la República. Para Agramonte, era básico delinear desde el mismo campo de batalla la futura integración republicana. Céspedes descansaba demasiado en la fuerza de las armas; Agramonte invocaba sin descanso la fuerza de la ley. Simpatizaba el primero con un régimen unipersonal de gobierno, con el que discrepaba el otro. Tarde o temprano habrían de chocar aquellas dos voluntades ciclópeas. Eran temperamentos demasiado recios para convivir sin fricciones. Y en el conflicto, que a ratos asumió relieves trágicos, se perfiló en toda su pureza el pensamiento democrático de Agramonte. El Comité Revolucionario de Camagüey, hechura de su ideario y de sus convicciones, planteó desde el primer momento la cuestión en términos concretos: La revolución sería inútil si no se transformaba de raíz el sistema de gobierno; la lucha no era sólo contra España sino contra el régimen dictatorial que España representaba.
“Estamos resueltos los camagüeyanos”, se leía, en una comunicación a la Junta Revolucionaria de La Habana, “a no depender jamás de dictadura alguna. Amamos la unión estrecha de todos los cubanos y sin ella no concebimos el bien de Cuba, pero esa unión no puede tener otra base que la de las instituciones democráticas y no podemos ni debemos cimentarla sobre el capricho o la voluntad de un hombre”. Y más adelante en el propio documento insistía enfáticamente: “El Departamento del Centro quiero con razón que al propio tiempo que los cubanos derroquen al caduco despotismo, el Poder civil y la base del orden democrático vayan levantándose firmes y sólidas para que a medida que triunfemos, reemplace el bien al mal, la libertad a la opresión”.
La Constitución de Guáimaro fue el gran triunfo legal de Agramonte. Con ella se daba a la naciente república en armas, un cuerpo de normas que la configuraran democráticamente. Era un caso insólito. Una revolución que, en los paréntesis de calma, entre combate y combate, se fabricaba su propio ordenamiento jurídico. Es un antecedente que no puede perderse de vista: la tradición constitucionalista de la nación cubana. Un pueblo que hasta las revoluciones las ha hecho al amparo de una Carta Magna. Por eso, violar una Constitución cubana en su letra o en su espíritu, es lesionar la raíz misma de nuestra nacionalidad.
JIMAGUAYÚ
No quiso el destino que Agramonte llegara a ver la República libre por la que con tantos afanes luchara. Pero por lo menos la muerte le ahorró el dolor de ver las armas cubanas depuestas en el Zanjón.
El 11 de mayo de 1873, quedó tendido su cadáver entre las altas yerbas de Jimaguayú. Según algunos de sus biógrafos, no tenía Agramonte intenciones de ofrecer al enemigo un verdadero combate, interesado como estaba en mantener en buen estado su caballería para con ella acudir a la Junta de Jefes militares que el 25 de mayo tendría lugar en las Tunas. Lo de Jimaguayú no fue más que una escaramuza.
Sin la muerte de Agramonte, quizás la Historia no hubiese recogido siquiera aquel hecho de armas. Pero las jugarretas del destino son inexplicables. Y Jimaguayú pasaría a la posteridad, como Dos Ríos más tarde, por el triste privilegio de ver abonadas sus tierras con la sangre de un hombre que sólo supo de valor y dignidad. Lo que hicieron los españoles con su cadáver, quedará en las páginas de la Historia como uno de los mayores baldones del régimen colonial. No satisfecha la tropa peninsular con pasearlo a lomo de caballo por las calles centrales de Camagüey, con engalanar balcones y fachadas para celebrar con pagano regocijo la muerte de un hombre, con exponerlo a la morbosa curiosidad pública como a delincuente vulgar, con profanarlo cobardemente en medio de ruines vociferaciones, quisieron que no quedara resto alguno de aquello despojos gloriosos. La presencia del “caballero sin tacha y sin miedo”, aún después de muerto, molestaba a los gobernantes corrompidos y despóticos.
Y a las cinco de la tarde del 12 de mayo, en el Cementerio General, quemado el cadáver con leña y petróleo, fueron aventadas sus cenizas. De esa manera pretendía España borrar toda huella de aquella figura ejemplar.
De esa forma creen los déspotas que pueden apagar las ansias de libertad de los pueblos. Pero cuando los pueblos se empeñan en ser libres, no hay manera de impedirlo. Y aquellas cenizas de Agramonte, esparcidas al viento, habrían de caer en surco fecundo y germinar en semilla de libertad.
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