De niño la pulcritud de mi madre era excesiva. Una vez jugando a la pelota en un solar yermo del Residencial Mayabeque me deslicé en segunda base y mi madre corrió hasta donde yo estaba con una toallita húmeda para limpiarme las rodillas.
Yo llegaba de la calle después de haber retozado y jugado basquetbol en el Instituto, empapado en sudor, entonces mi madre me recibía invariablemente con estas palabras: “¡Muchacho, báñate, métete en la ducha a la velocidad de un cohete!”
Le decía: “No, mami, traigo tremenda hambre de la calle, primero hazme un sándwich de cualquier cosa que encuentres en el refrigerador”…
En ese momento me sonaba ofendida al decirme: “Escúchame, Esteban de Jesús ¿tú todavía no sabes que después de comer tienes que esperar tres horas para bañarte?”
Remataba diciéndome “Chico ¿yo no te he dicho eso mil veces?” No le gustaba cuando le contestaba: “Sí, mami, y con esta van mil y una vez que me lo dices”…
Y de pronto me dejó estupefacto al decirme: “¡Mira, lo hago por tu bien, porque no quiero que la gente se de cuenta que tienes una tremenda peste a techo de guagua!”
La primera vez que lo dijo me molesté, después me sonreí, hasta llegar al extremo de que hoy en día estaría una semana sin “jugar a los bomberos” con tal de escuchar ese regaño de mi madre…
Traté un par de veces de decírselo a mis hijas para que se fueran a bañar, pero parece que ellas son más ágiles mentalmente que yo y me respondieron: “Dad y ¿cuántas veces tú te has subido arriba de un bus para oler su techo?”
Sólo atiné a decirles: “No, chicas, la que se encaramaba era tu abuela Ana María”.
Créanme que me muero de la risa imaginando a mi madre yendo con una escalera al paradero de la Ruta 33 para subirse y deleitarse con el perfumado aroma que despedían sus techos.
Me río con el absurdo pensamiento de: “Ah, por eso mami se quejaba siempre de corizas y alergias”.
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