Ciertamente vivimos en tiempos difíciles; pero no se trata de una experiencia única. A lo largo de la historia han existido problemas mayores y siempre han prevalecido los que se acogen a la esperanza del triunfo.
Recuerdo que el domingo 7 de diciembre del año 1941 –tenía yo apenas 14 de edad- una señora, a la entrada de la iglesia a la que yo asistía se aferró a mis hombros, obligándome a que me arrodillara, gritando a todo pulmón que me arrepintiera y que orara por todos mis amigos y familiares porque América pronto iba a desaparecer. Comprendí la razón de esta inesperada experiencia cuando supe que ese mismo día, en horas más tempranas, el ejército imperial japonés había atacado sorpresivamente el puerto de Pearl Harbor y que los Estados Unidos tendrían que entrar en la Segunda Guerra Mundial.
Al correr de los años he vivido muchos otros momentos de desesperación, uno de ellos muy especial. Era el sábado 13 de diciembre del año 1958 y mi esposa estaba ingresada en un hospital en la ciudad de Santa Cara preparándose para dar a luz a nuestro primer hijo. La ciudad estaba militarmente tomada. El infame Che Guevara desde un tren blindado dirigía la toma de la capital villareña por las fuerzas rebeldes. En el hospital nació nuestra hija Lidia Amparo. Nació entre apagones, con preocupante ruido de disparos de ametralladoras y sonidos sofocantes de bombas diseminadas por la ciudad. No sabíamos cuándo ni cómo podríamos regresar a casa.
Mis experiencias, sumadas a las de otras personas cuyas vidas he conocido de cerca, me han preparado para ayudar a muchos seres humanos desesperados.
La primera lección que aprendí es que después de toda crisis llega la calma. Recuerdo que mis padres solían hablar de dos huracanes que sufrieron en el año 1925, uno en octubre y otro en noviembre, aún no existía la práctica de asignarles nombres ni servicios meteorológicos ni medios de comunicación para alertar y orientar a la población. Siempre en sus historias definían la situación con una sola palabra, “desesperación”. Lógicamente, superaron la crisis y les amaneció más allá de la borrasca, una mañana de sol y calma.
Eso sucede en todas las tragedias y problemas de nuestra vida. De seguro que si los afrontáramos con la esperanza de que después de todo aflorarán las respuestas y reaparecerá la tranquilidad, disfrutaríamos de mayor control y seguridad en medio de las pruebas. En sus Memorias Luis XIV dejó escritas estas palabras: “A quien pueda dominarse a sí mismo, pocas cosas hay que se les puedan resistir”.
Otra cosa que he aprendido en medio de los problemas es cómo tratarlos cuando se presenten. Hay un libro –no sé si está traducido al español – escrito por el psiquiatra Carl Rogers en el que se nos enseña que la terapia no debe basarse jamás en la experiencia o en los puntos de vista del terapista, sino en la habilidad del paciente para analizar y llevar a cabo sus propias decisiones. Siguiendo esa línea de pensamiento siempre he ayudado a las personas con problemas de desesperanza a que analicen su propia situación y fijen las alternativas entre las que puedan escoger la más conveniente.
Yo personalmente he aplicado para mi vida la proposición de que antes de permitir que un problema me domine, sea yo el que tome control de él. Verdaderamente no resolvemos nada desesperándonos. Voltaire, en uno de sus poemas, nos dejó esta interesante expresión: “Algún día todo estará bien, ésta es nuestra esperanza; hoy todo está bien, ésta es nuestra ilusión”.
Otra cosa muy útil que la vida me ha enseñado es que “la experiencia no es solamente lo que nos pasa, sino lo que hacemos con los que nos pasa”. El ser humano debe considerar la experiencia como una de sus más creativas maestras. Recuerdo, incidentalmente, una frase de Blas Pascal, “hay que conocerse a sí mismo; cuando esto no sirva para encontrar la verdad, al menos nos servirá para ordenar la vida propia, y no hay nada más justo”. Hay tres pasos que podemos dar en relación con el problema que estemos enfrentando en un determinado momento. incluso en el muy lamentable hecho de la muerte de un familiar cercano y amado. Lo primero es desahogar las emociones internas. Llorar, lamentarse, expresar dolor, es lógica salida al disturbio interior que nos inunda el alma. El peligro es habituarse a la lágrima, a la queja y al lamento.
Lo segundo es analizar personalmente, o con la ayuda de un consejero cualificado, las diferentes aristas de nuestra desesperanza. Recuerdo a un viejo miembro de mi iglesia que estaba en el hospital sufriendo un cáncer terminal. Me preguntó si habría esperanzas de que saliera bien de su prueba. Mi respuesta fue ésta: “piénsalo bien, si sales por la puerta del frente, en una silla de ruedas y con un globo en la mano te vas para tu casa en Kendall, y si sales por la puerta de atrás, cubierto con una frazada azul, vas para tu otra casa en los cielos. Tienes alternativa”. Quedó pensativo por un rato, y finalmente me respondió con una sola palabra: “¡Gracias!”.
Finalmente debemos aceptar la inquietante realidad de que no todos los problemas se resuelven. Un profesor en la Cátedra de Educación de la Universidad de Miami, explicando cómo deben enfrentarse los maestros a los problemas cotidianos de la escuela, dibujó en el pizarrón un rectángulo que dividió en dos mitades. En cada una colocó la cifra 50%, afirmando que la proporción estadística indica que la mitad de los estudiantes no crea problema alguno en la escuela. La otra mitad del triángulo la dividió en dos espacios iguales, asignándole a cada uno un 25%, afirmando que el 25% de los problemas se resolverían con un poco de atención, y que con el otro 25% había que aprender a vivir con ellos. Uno de los alumnos le preguntó cómo podía establecer la diferencia entre esos porcentajes, y el profesor le contestó sonriendo, “usted pertenece al 25% de los problema insolubles porque el gran deber de un maestro es conocer a sus alumnos”.
Debemos tomar conciencia de nuestro estado de desesperanza, y si éste es indoblegable nos queda esta alternativa: o buscamos un siquiatra o nos entregamos al benevolente cuidado de Dios, pidiéndole una solución para nuestros enigmas. Yo, por supuesto, prefiero esta segunda alternativa. Espero que usted también.
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