Capítulo VIII
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
-¿Dónde duermes?
-Si no llego muy tarde los soldados que cuidan la entrada me dejan dormir en el teatro del regimiento Leoncio Vidal. A veces alquilo, por una noche, un cuarto en una de las fondas que están frente al hospital San Juan de Dios. Pero después de las doce no le abren a nadie. En este pueblo la gente tiene mucho miedo.
-¿De qué parte eres?
-Del campo… de las lomas del Escambray -responde huidiza.
-¿Y tu familia?
-La guerra… la revolución. Todos se murieron. -¿Qué hiciste después?
-A lo largo de la guerra el capitán René Rodríguez recogió a un grupo de huérfanos y huérfanas que empezamos a trabajar para la revolución. Los varones de más edad pasaron a combatir y cuando el triunfo llegó ya eran miembros del ejército rebelde. Ellos son los que más esbirros han fusilado. Ahora, la mayoría de las muchachas estamos esperando que nos manden a estudiar. El capitán dice que somos parte del futuro. Nos quiere bastante, por eso, mientras tanto, deja que vayamos escapando. No se cansa de repetir que la revolución nos cambiará la vida. A mí ya me la cambió.
-¿De verdad no tienes dónde pasar la noche? -Felipito se preocupa.
-No, pero ya encontraré algún portal. ¿Por qué no me dejas aquí?
-¿Aquí…? ¿En la casita de las herramientas?
-Sí, aquí mismo -puntualiza-. En cuanto aclare me voy. Vienes temprano y me abres la reja del cementerio.
-A Generoso eso no le va a gustar.
-¿Así se llama el viejo enterrador?
-Sí, Generoso.
-Tú tienes las llaves.
-Con él uno nunca sabe; es muy madrugador. A lo mejor llego y ya está esperándome.
-Está bien; ya inventaré un lugar. Además, esto está tan sucio que tendría que dormir parada; arrecostada contra los sacos de cemento. Ya quiero irme.
Felipito termina de ajustarse el cinto y sin mirarla, con voz insegura, le propone.
-Pasa la noche en mi casa. Te dije que vivo solo.
Juana busca la faz del hombre.
-No vuelvo a acostarme con nadie hasta mañana. Tengo sueño y estoy cansada.
-¡No!, no pensé en eso -la interrumpe vehemente. Lo que te brindo es sin interés. Me sobra espacio y nadie duerme en la cama de mis padres.
-Si es así… ¡Pero no me engañes! -lo amenaza con un dedo.
Al filo de la medianoche llegan a la casa. Una neblina lechosa planea encima del Barrio del Cementerio y embebe los tejados. En algún patio canta un gallo y el ladrido de un perro lastima la oscuridad que huele a leña chamuscada.
Felipito abre la puerta y junto al marco de madera acciona el interruptor de corriente que sobresale de la pared. Una luz pobre y amarillenta descubre la pieza de muebles modestos y gastados por el uso.
-Entra… -se coloca a un lado de la puerta y la invita.
La joven cruza el umbral y él la sigue.
-Parece cómoda -dice a modo de cumplido.
-Limpia si está -Felipito añade y traga un buche de saliva que le resulta escaso. “No ha dicho nada de mi babeo. Parece que no le doy asco”; barrunta con esperanza secreta.
-¿Pudiera lavarme un poco? -la voz de Juana carga inflexiones afables.
-En el excusado hay un cubo con agua que siempre dejo preparado para cuando llego del trabajo. Arriba de un taburete, están una palangana un jarro y un jabón de castilla. Voy a calentar un poco de agua porque la del cubo es fría. Enseguida te doy una toalla -procurando ser gentil atropella las palabras.
-Me gusta el agua fría. ¿Dónde está el excusado?
-En el patio. Se sale por la puerta de la cocina. Toma la toalla. Al excusado no llega la luz eléctrica. De noche, para alumbrarse, hay que llevar un quinqué. Te acompaño.
-Voy sola. Enséñame el camino -recela.
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