Por Herminio Portell Vilá (1954)
Después de varios años de vigencia, los Estados Unidos se aprestan a modificar Ley McCarran, que estableció las más absurdas restricciones a la inmigración en un país que es el producto de la inmigración. La ley tomó el nombre de su patrocinador, que lo fue el reaccionario Senador McCarran, de Nevada, digno amigo y colaborador de Franco y procedente de un estado que tiene la mitad de la población del Ayuntamiento de Marianao y es notario en los Estados Unidos por las franquicias concedidas al juego, la prostitución, las borracheras, los divorcios y otras muchas irregularidades de la conducta de los hombres.
Los Estados Unidos han comprobado que, en la práctica, la ley McCarran ha sido un semillero de dificultades, de injusticias, de errores, de perjuicios y hasta de gastos innecesarios.
Es de esperar que las modificaciones que se hagan a esa legislación respondan a un estudio concienzudo de sus desventajas y que éstas sean medidas adecuadamente; pero, mientras tanto y al ser nosotros, los cubanos, de los que más perjudicados resultamos con la Ley McCarran, quizás si valga la pena que yo dedique este artículo a bosquejar siquiera sea brevemente, la historia de la inmigración cubana en los Estados Unidos, que proporcionó a ese país muchos de sus primeros inmigrantes y de los mejores.
Al cabo de ciento setenta y cinco años de historia norteamericana, los emigrados cubanos siguen siendo de los más útiles extranjeros que se han incorporado al “melting pot” o crisol de pueblos que son los Estados Unidos.
La afirmación que acabo de hacer no responde a puntillos nacionalistas o a patrioterías, sino a realidades que es una lástima que los historiadores norteamericanos las desconozcan o no las hayan apreciado debidamente, al mismo tiempo que resulta imperdonable que nosotros mismos, los cubanos, tampoco nos hayamos cuidado de destacarlas por nuestra cuenta.
Todos los años cuando tengo un alumno universitario que me impresiona con su inteligencia, sus hábitos de estudio y la ambición de destacarse, hago alusión a este tema con la esperanza de que lo escoja para su tesis de grado; pero hasta ahora no he logrado interesar a ninguno de ellos en lo que sería la prueba concluyente de nuestras capacidades como pueblo.
Los años que pasé en bibliotecas y archivos de los Estados Unidos, acopiando los materiales para mi “Historia de Cuba en sus relaciones con los Estados Unidos y España” (La Habana, Montero, editor. 4 vols., 1938-1942), me permitieron descubrir datos interesantísimos de las meritísimas colonias cubanas en Boston, Nueva York, Filadelfia, Baltimore, Washington, Wilmington, Savannah, Charleston, Mobila, St. Lotus, Annapolis, Central Valley, Nueva Orleans y, sobre todo, en las poblaciones del Estado de Florida, en un tiempo dependientes de Cuba, cuando la dominación española, y que después, cuando España vendió toda esa región a los Estados Unidos, por espacio de más de medio siglo permaneció en un abandono que es tanto más sorprendente si se le compara con su progreso actual.
Miralles, Rendón, y los demás habaneros que durante la Guerra de Independencia de los Estados Unidos se establecieron en las Trece Colonias, a partir de 1778, para dedicarse al comercio, a la navegación y a otras actividades, fueron los pioneros de la emigración cubana a los Estados Unidos y se convirtieron en factores importantes del éxito de la Revolución Norteamericana. No fue por simple cuestión protocolar que Washington envió a su médico personal para que asistiese a Miralles en su última enfermedad y que él y su estado mayor en pleno asistieron a su entierro en Morristown, New Jersey.
Treinta años más tarde, los emigrados revolucionarios cubanos de tiempos de Álvarez de Toledo, Solís, Sentmanat, Infante, etc., se refugiaron en los Estados Unidos para escapar a los furores de la reacción española, de 1810 en adelante. José del Castillo y otros estudiantes cubanos fueron enviados por entonces al St. John’s College, de Annapolis, Maryland, para que hiciesen sus estudios junto a los P. P. Sulpicianos de los Estados Unidos, a quienes el Capitán General había prohibido que se estableciesen en La Habana. Cristóbal Madan, aquel inconstante revolucionario que muchos años después, hacia 1869, emplearía a José Martí en su escritorio de Cuba y Merced, estudiaba en Harvard College en tiempos de Madison y de Monroe, adoptó la ciudadanía norteamericana, casó con una dama de esa nacionalidad y fue amigo íntimo y compañero de periodismo del poeta W. C. Bryant, al par que se relacionaba con Longfellow, Prescott, Ticknor, los Everett, etc.
En estos días, mientras contemplaba en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de La Habana, la exposición del bicentenario de la Columbia University, de Nueva York, echaba de menos en ella una referencia al hecho de que hace más de un siglo Tomás Gener y Leonardo Santos Suárez figuraron entre sus profesores. Santos Suárez, además, se dedicó al comercio en Nueva York y con sus trabajos amasó una gran fortuna… Nuestro Padre Varela, al frente de una de las parroquias de Nueva York y luego con otros deberes eclesiásticos en esa ciudad, en Filadelfia y en Baltimore, se convirtió en una de las primeras figuras del catolicismo en los Estados Unidos, llegando a ser obispo auxiliar y administrador de diócesis episcopales.
José María Heredia, al huir del despotismo español, se refugió en los Estados Unidos y en Boston, Nueva York y Filadelfia fue maestro de español y publicó sus poesías.
Entonces, cuando las bellezas de las cataratas del Niágara eran poco conocidas, las visitó nuestro compatriota y en versos inmortales, que hoy son una de las joyas de la literatura de nuestra lengua, dejó el recuerdo del torrente prodigioso.
Mariano Cubi Soler, el fundador de la “Revista Bimestre Cubana”, era maestro en el St. John’s College cuando el presidente Monroe enunció la famosa Doctrina de Monroe y una semana después ya estaba en la Casa Blanca la carta con la cual acompañaba la primera traducción al español que se hacía del trascendental pronunciamiento de política internacional cuya importancia él había visto en el acto.
Los Guiteras, uno de los pocos linajes cubanos en los que no se agota la chispa de la grandeza, generación tras generación, hasta nuestros días, también se radicaron en parte de los Estados Unidos y hoy hay Guiteras norteamericanos en Pennsylvania y en Rhode Island. Los que pertenecieron a esta última rama regalaron escuelas a Bristol y no se olvidaron de Cuba cuando una de sus descendientes, hace pocos años, dejó un legado para la fundación y sostenimiento de una Biblioteca Pública en Matanzas.
Gaspar Betancourt Cisneros (“El Lugareño”), con Alonso Betancourt (“El Solitario”), y un buen número de camagüeyanos más, con los nombres de Sánchez, Agüero, Arteaga, Recio, Agramonte, etc., también se establecieron en los Estados Unidos, como así ocurrió con los Iznaga, de Trinidad, y los Jova, los Fernández Cavada y otros, de Cienfuegos, y los Teurbe Tolón Macías, etc., de Matanzas.
Los Garesché-Deschapelles, de Cárdenas, afincaron una de sus ramas en Wilmington, Delaware y la otra en St. Louis. Missouri, y Julio P. Garesché, cubano, ingresó en West Point, se graduó a la cabeza de su clase, cuando en la famosa Academia Militar estudiaba U. S. Grant, Robert E. Lee, Beauregard, Rosecranz y otros famosos caudillos norteamericanos de la Guerra de Secesión. En ella Garesché llegó a ser jefe de estado mayor de los ejércitos federales y considerado como uno de los más eminentes técnicos militares con que contaba el presidente Lincoln cuando una bala de cañón lo mató en la batalla de Murfreesboro, cuando ya se habían construido bajo su dirección los fuertes que defendieron eficazmente a la ciudad de Washington contra los sudistas.
Juan Lama, uno de los complicados en la Conspiración de la Cadena Triangular y Soles de la Libertad, de 1836, fue a establecerse en Savannah, Georgia, dedicado al negocio de tabacos, y allí se hizo de una fortuna. En Charleston, Carolina del Sur, se radicaron los Turla, los Angulo Guridi, los Arozarena, mientras que, en Columbia, en el propio estado, se casó Ambrosio J. González de Chávez y se convirtió en un “southern gentleman” o caballero sudista que llegó a ser coronel de los ejércitos confederados en la Guerra de Secesión.
Nueva Orleans fue el centro en el que se establecieron los Loño, los Santacilia, los Hernández, los Villaverde, los Santa Rosa, los Arnao, los Quintero, los Castellón y otros muchos cubanos, que llegaron a formar una colonia numerosa e influyente. No hace muchos años, el cónsul de Costa Rica en Nueva Orleans y uno de los más distinguidos abogados de Luisiana lo era Mr. J. A.- Quintero, hijo de José Agustín Quintero, el poeta del “Banquete del Destierro”.
A partir de 1848 las oleadas de emigrados cubanos a los Estados Unidos estaban constituidas por tres grupos principales: los perseguidos políticos, los hombres de negocios y los estudiantes. Otros apellidos cubanos se incorporan a los que ya hemos citado y que eran los principales de la emigración, y así podemos añadir al catálogo los Casanova, los Aldama, los Alfonso, los Echeverría, los Mestre, los Goicouría, los Quesada, los Aguilera, los Céspedes, los Ruiz, los Morales Lemus, los Piñeyro, los Castillo, los Dermonte, los Martínez Amores, los Rodríguez, los Cisneros, los Touceda, los García Menocal, los Varona, los Arango, los Mora y muchísimos más.
¿Cuántos cubanos emigraron a los Estados Unidos durante la Guerra de los Diez Años? Nunca se sabrá con exactitud; pero unos datos coleccionados por Leopoldo Cancio y Raimundo Cabrera, a fines del siglo pasado, señalaban que unos treinta mil cubanos huyeron perseguidos por el despotismo español y que la mayoría de ellos se establecieron en los Estados Unidos.
Cierto que dieron qué hacer a las autoridades federales norteamericanas con sus periódicos y sus clubs revolucionarios, y con las expediciones que organizaban para suministrar armas y pertrechos a los mambises que peleaban por la independencia; pero entre ellos no hubo delincuentes.
Miguel de Aldama y Carlos de Castillo, entre otros, llevaron sus fortunas a los Estados Unidos, dedicados al comercio y a la industria. Touceda, graduado y profesor de Rensselaer Polytechnic Institute, se convirtió en la primera autoridad en cuanto a la manufactura de aceros de alta calidad, y la moderna industria siderúrgica norteamericana, en Pittsburgh, en Detroit, en Cleveland, etc., debe a ese cubano eminente buena parte de sus fórmulas de progreso y de engrandecimiento. M. I. de Varona, otro ingeniero cubano, construyó el Acueducto de Nueva York, obra de extraordinario mérito.
El coronel Aniceto García Menocal intervino en la terminación del Monumento a Washington y en la planificación y dirección de todas las importantes obras públicas y de defensa de los Estados Unidos en el último tercio del siglo pasado, inclusive en el proyecto para la construcción del Canal de Nicaragua.
Dos estudiantes cubanos de medicina, Carlos J. Finlay y Juan Guiteras, formados en Pennsylvania, inmortalizaron después sus nombres con el descubrimiento que hizo el primero y aplicó después el segundo de ellos, en cuanto a la trasmisión de la fiebre amarilla por medio del mosquito.
Otro de los ingenieros cubanos de la famosa escuela de Troy, Francisco Javier Cisneros, fue el que realizó la hazaña de los ferrocarriles de Colombia y las obras de puertos de esa República, que por ello le erigió un monumento en el que se le proclamó uno de los creadores de la moderna Colombia.
Martí es el más ilustre de los emigrados cubanos en los Estados Unidos y vivió en ese país casi la tercera parte de su vida. Claro que para nosotros lo más notable que hizo en ese país fue la organización de la empresa revolucionaria por la independencia de Cuba; pero Martí, como maestro de escuela, periodista, conferenciante, traductor, agente consular de repúblicas latinoamericanas y orientador de la opinión de los Estados Unidos y de la América Latina en tierras norteamericanas, fue también emigrado de calidad excepcional.
Y en sus tiempos fueron asimismo emigrados cubanos en los Estados Unidos hombres como Enrique José Varona, Manuel Sanguily, Tomás Estrada Palma, Raimundo Cabrera, Gonzalo de Quesada, Serafín Sánchez, Emilio Núñez, José A. González Lanuza y miles y miles más.
En Tampa y en Cayo Hueso, en el Estado de Florida, el número y la influencia de los cubanos emigrados en los Estados Unidos fueron muy notables y se hicieron sentir en el gobierno municipal, en la judicatura, en la industria, en el comercio y en la política. Lo mismo ocurría en Filadelfia, donde los Guiteras eran factor importante de la vida universitaria, de la salubridad y de la política.
Cuba no envió a los Estados Unidos, como emigrados, a parásitos, a ignorantes, a criminales, a ambiciosos sin escrúpulos o a gentes que no sabían ganarse la vida y que salían de su país en busca de oportunidades fáciles de enriquecerse o de civilizarse. Enviamos, y por millares y millares, los mejores cubanos de cada generación, y como hombres excepcionalmente útiles se comportaron en los Estados Unidos, sin que pueda señalárseles responsabilidad colectiva o individual en hechos reprobables de la historia de los Estados Unidos.
Estos antecedentes debieran conocerlos los senadores y representantes de los Estados Unidos que ahora se ocupan de las indispensables modificaciones de la Ley McCarran, a fin de que esos cambios tengan en cuenta la calidad de los mejores inmigrantes que han tenido en los Estados Unidos a lo largo de ciento setenta y cinco años, que han sido los cubanos: ni traidores, ni holgazanes, ni atrasados, ni incultos, ni hostiles a la democracia norteamericana.
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