Todo el mundo y yo hemos escuchado y alabado la maravillosa voz de Celia Cruz con profunda admiración.
Dios bendiga para siempre a la guarachera que nunca decayó; su música, sus canciones y su vibrante y contagioso ¡Azúcaaa! retumbarán en los oídos cubanos por los siglos de los siglos.
Sin embargo, ella poseía una cualidad que superaba por completo su genialidad artística y era: Su personalidad, su decencia, su fidelidad no solamente a Cuba sino a su “motica de algodón”, su inseparable Pedro Knight.
Natural, campechana, carente totalmente del ego que merecía poseer gigante y desarrollado.
La observé hablando de tú a tú, con cientos de admiradores que la rodeaban, sin actuar y sin sentirse superior. Natural por completo. No tenía un solo pelo de engreída.
Jamás una satería, ni una coquetería, ni enseñando medio muslo, siempre dándose a respetar por los hombres y hasta por los famosos cantantes y músicos con los que se codeaba.
Jamás una mala palabra incluida en su repertorio, ni un chiste de doble sentido, ni una falta de respeto al público que la adoraba.
Ni un paso en falso en su cubanía, en su patriotismo, en su anticastrismo. Si como cantante obtuvo mi admiración, negándose a cantarle al tirano se ganó mi corazón.
Jamás habló de racismo, ni de discriminación, daba y recibía abrazos y aplausos de blancos, negros, mulatos, chinos, de cubanos y de latinoamericanos.
Aplaudida por los que la escuchamos cantar, pero lo grande de ella fue que todos los que estuvimos cinco minutos en su presencia salimos considerándola una vieja amiga.
Pero, que conste, vieja no era, porque a todos nos dijo que nació en el 1,900. Com.
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