LOS OJOS DE MARTÍ

Written by Libre Online

16 de enero de 2024

Por Gonzalo de Quesada y Miranda (1934)

Niegan los médicos con persistencia que el corazón pueda sentir dolor, y, a través de largos y pacientes años de estudio científico del cuerpo humano, sostienen la insensibilidad del órgano principal del hombre a toda impresión afectiva al alma.

Y de igual manera repudian los oculistas la premisa que los ojos son, a más de los órganos de la vista, “las ventanas del alma”, en donde se reflejan, con mayor o menor intensidad, todas nuestras emociones.

Poetas, escritores, artistas en todas las ramas de las bellas artes seguirán, sin embargo, como casi todos los seres humanos, creyendo firmemente, con fe errónea o supersticiosa, que en el corazón y en los ojos se pueden mentir y leer las reacciones espirituales que las vicisitudes de la vida nos producen.

Porque, ¿quién no ha experimentado horas en que su corazón se le antojaba plomizo o roto, días en que la creía ligera, curada y con alas?

Porque, ¿quién no ha buscado la verdad o la mentira en un par de ojos, y si de un ser amado se trataba, la llama de un amor presentido, pero aún no confesado, o la fugaz y dulce huella de lágrimas calladas?

De ahí que, a despecho de toda ciencia, de todo grave libro de medicina, busquemos en los ojos y la mirada, por ser el corazón un órgano invisible, la verdadera y oculta ciencia de toda persona.

Hay quien se fija en el color de los ojos, otros en el tamaño y la forma, y los más, de su expresión. Llegan algunos a asegurar, temerariamente, que las pupilas verdes indican perfidia, traición y celos; las azules, pureza, ternura y lealtad; las grises, un carácter firme o indomable; los ojos pardos, un alma suave y soñadora; los negros, abismos insondables en el hombre y la mujer.

Y por ese mismo interés que los ojos despiertan encontrará especial 

referencia, en toda biografía importante, del color de los grandes hombres, su forma y su mirada.

No puede ser una excepción Martí, aunque la frecuencia con que se comete el error de pintarlo o describirlo con pupilas negras, haga conveniente un breve estudio de aquellos ojos que tantos sufrimientos vieron y tanta lágrima seca lloraron.

Si en otro trabajo señalé los escasos y muy breves datos existentes sobre la mano interesantísima de Martí, con los ojos no sucede lo mismo.

Femín Váldes Domínguez, compañero y hermano espiritual de Martí, primero en sus días de adolescencia y prisión y luego en el destierro, nos dice:

“En sus ojos, la dulzura siempre; la grandeza de su pensamiento gigante, pero más triste su mirada, más severa, aunque siempre altiva y amorosa.”

Luego Enrique Loynaz del Castillo asegura certeramente que, desde su dolorosa niñez, en el Maestro, “el pensamiento de la libertad, en sus ojos fulguraba.”

Lo mismo observó Lincoln de Zayas en aquellos “ojos, medio cerrados y soñolientos, fijos en el futuro, como si previera su martirio.”

Y el gran filósofo y cubano, mentor de nuestra juventud, Enrique José Varona, escribió: “Cuando se veía a Martí, silencioso, la espaciosa, y limpia frente decía inteligencia; los ojos dulces, profundos y melancólicos sobre toda ponderación, decían arte, denotaban la honda simpatía de un alma con todas las cosas tristes que son ¡ay!, las más bellas en la vida del hombre.”

Pero no siempre las pupilas pardas de aquel visionario de alma evangélica eran lánguidas y dulces: sabían encenderse con coléricos fulgores cuando pensaba en los dolores de sus hermanos, cruelmente oprimidos, cuando el veneno de la desconfianza en sus esfuerzos por emancipar a Cuba, llegaba a ofenderlo en sus viajes de propaganda por la Florida, en sus visitas periódicos a Tampa, Ocala y Cayo Hueso y otras poblaciones norteamericanas, donde no pocas veces algún Judas trataba de hacer los discípulos emigrados negar a su Maestro.

Entonces, en su inquieto rostro, bajo la ancha y luminosa frente, “los ojos le relampagueaban”, como hubo de escribir él de los de Bolívar, en un famoso trabajo que mucho tiene de autorretrato suyo, haciendo que sus amigos, como Diego Vicente Tejera, exclamaran: “¡Cómo relampagueaban aquellos ojillos debajo de la enorme frente…!”, confirmando la frase del guatemalteco Domingo Estrada, que Martí era “de mirada penetrante y viva que acariciaba en la plática y relampagueaba en la tribuna.”

De dos distintas etapas trascendentales de su vida, dos cubanos ilustres nos han legado la impresión que les produjo su mirada.

El patriota y escritor Manuel de la Cruz describe cómo Martí habló en una velada fúnebre en honor del bardo Alfredo Torroella, en el Liceo de Guanabacoa, el 28 de febrero de 1879. Terminada la guerra de los diez años, Martí regresaba a Cuba, después de muchos años tristes de exilio, durante los cuales había recorrido tierras extrañas con el penoso “bardón de caminante”. Torroella había muerto después de largos años de destierro, y Martí sintió la íntima necesidad de rendir un homenaje a aquel pobre poeta y amante de la libertad. 

Y dice Manuel de la Cruz así:

“Al pronunciar la frase final fue aclamado. Tuvo aplausos y recogió flores que habían perfumado senos y cabelleras. Estaba anonadado por la emoción y el triunfo. Vuelve ahora a aparecer a mis ojos, la frente amplia y luminosa, encendidas las mejillas, arrasados los ojos, vivos y profundos.” 

Fue una noche de honda emoción para Martí, vuelto al suelo patrio, y una de las ocasiones, quizás una de las muy pocas, en que sus ojos se colmaron de contento y extraña alegría.

Pero pronto había de ser nuevamente expulsado, por ser considerado como “un loco peligroso”, y en New York, organizando la nueva revolución, lo encuentra Sanguily.

Era en los días difíciles y fatigantes en que el Maestro escogía a sus discípulos, recogía las ovejas descarriadas de las guerras pasadas, y con su genio y su fe, aunaba voluntades para la nueva lucha.

Cuenta Sanguily, refiriéndose a aquella época: “Yo le había conocido y largamente había hablado con él al organizar el Partido Revolucionario…”, y durante las conversaciones el atildado orador hubo de fijarse en “la frente pensativa bajo la cual brillaban a compás de los varios sentimientos, los soberbios ojos que ya miraban con fulgor apasionado ya acariciaban tiernos y piadosos”.

Para el argentino Carlos A. Aldao:

“Lo más notable de su fisonomía eran los ojos pardos. Límpidos, grandes, notablemente apartados entre sí que alejaban toda idea de falsedad o hipocresía con reflejos simultáneos de bondad y fortaleza.”

Cuando el portorriqueño M. Zeno Gandía le “relataba sus trabajos en el Presidio, sus ojos se encendían con reflejos de mal contenida indignación”, mientras que el poeta mexicano Luis Urbina señala sus “pequeños y hundidos ojos muy fulgurantes de fulgor sideral.”

De todas las descripciones de los ojos de Martí, el más acertado me parece el de su amigo, el guatemalteco Antonio Batros Jauregui, que escribió:

“Los ojos de Martí, cual las almendras de La Habana tenían mucho de dulce y nativo, oblongos y rasgados, como, los de los árabes, eran melancólicos y tiernos.”

Y como descripción quizás aún más precisa, más técnica, si se quiere, por venir de un eminente pintor cubano, el noble Federico Edelman, recordaré que éste significaba los ojos de Martí como “glaucos”, color que tiene los tonos variados de las olas desde lo oscuro hasta lo claro en una sensación cambiante de pardo y verdemar.

Pero hay todavía un dato exacto más de que los ojos de Martí eran efectivamente pardos y viene nada menos que de su discípulo predilecto, mi padre.

Cuéntame el doctor Federico Castañeda, consciente admirador y profundo conocedor de Martí, a quien mi padre tenía sincero afecto por su entusiasta ayuda en la búsqueda y copia de algunos artículos dispersos del gran cubano, que se hallaban en colecciones de periódicos y revistas, en esta ciudad, que en uno de sus viajes a Cuba le preguntó de qué color eran los ojos de su Maestro.

Motiva la pregunta del doctor Castañeda su constante afán de conocer todo lo relacionado con Martí, llevándolo sus fervientes e inteligentes estudios y pesquisas cerca de aquel grande hombre a encontrar en el tomo IV del libro “Efemérides de la Revolución Cubana”, de Enrique Ubieta, una carta del general Ximénez Sandoval en contestación a otra del citado autor, en la cual le pedía datos del combate de Dos Ríos.

Decía Sandoval, jefe de la columna española que mató a Martí:

“Cuando en el campo de la acción vi en el suelo su cadáver en posición supina, sin sombrero, luciendo la ancha frente en cuyo seno tantas brillantes ideas bulleron, entreabiertos sus ojos azules con la expresión del que muere dulcemente por su patria, sentí pena profunda y mi pensamiento se elevó a Dios para pedirle fuera su alma por Él acogida.”

Además, en la certificación de la muerte de Martí hecha por el doctor Pablo A. de Valencia, éste declaraba que el cadáver del que se suponía el titulado Presidente de la Cámara insurrecta don José Martí, muerto el 19 de mayo de 1895 en Dos Ríos, presentaba “ojos claros”.

Fue en el hotel “Sevilla”, donde mis padres se hospedaban entonces, que el doctor Castañeda le señaló ese curioso dato, preguntándole cómo semejante y aparente error era posible. Mi padre, tomando a Castañeda por un brazo, lo llevó hasta la luz de una ventana cercana, diciendo:

¿De qué color tengo yo los ojos?

—Pardos—le contestó Castañeda.

— “Pues el color de los de Martí era parecido”—le explicó mi padre emocionado, pensando ambos quizás que, por un flagro de la muerte, el Apóstol de las libertades cubanas encontró en la hora de su supremo sacrificio el color de aquel cielo que él tanto amara retratado en sus pupilas.

Científicamente, ese cambio de color podría explicarse hasta cierto punto, por clasificación del pintor Edelman, por el efecto de la muerte o por la forma en que la luz caía sobre los ojos en el momento de reconocer el cadáver y luego al autopsiarlo. Podría añadirse que es un hecho sobradamente conocido, que la pigmentación de los ojos varía muy a menudo en una misma persona, fenómeno que es muy corriente en los niños de corta edad y durante los años de crecimiento.

Aseguraba mi madre, en efecto, que había cierta similitud entre los ojos de Martí y los de mi padre, aunque este último los tenía más grandes, redondos y risueños. Me decía, al igual que la señora Cocola Fernando de Cassi, que la mirada de Martí era penetrante, de visionario y vidente, y que cuando hablaba fijaba mucho la mirada en sus oyentes, produciendo un efecto de real magnetismo. Cuando estaba pensativo o callado, sus ojos solían parecer soñadores; pero siempre se mantenían alertas con frecuentes destellos de luz e inquietud, lo que comprobó también Horatio S. Rubens.

¿Será o no cierto, lo que en las pupilas creemos leer?

¿Podrá o no haber quien vea en los ojos el sello del alma?

Pero para mí, en los de Martí, estaba toda su vida y su destino, como cantara en hermosa prosa el venezolano Rufino Blanco Fombona:

“Cayó como Byron, en la mirada la tragedia. Murió caballero en su corcel de batalla, el rostro al enemigo, en defensa de su patria y de su obra.

¡Y su vida fue holocausto!”

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