Por Eladio Secades (1956)
Ha comenzado el éxodo a las playas. Espuma, salitre, sol. Calvos con trusas de florecitas. De ahora en adelante las mujeres se usarán tostadas. Bellezas de vuelta y vuelta. Venus pasada por la parrilla. El baño en la playa es la farmacopea convertida en deleite. La ola es el rizo de espuma que llega a la orilla para que la arena haga una gárgara.
La piel muy blanca en el litoral lleno de bañistas color de yodo, es el contraste que ofende a los que ya están quemados. Por eso sentimos un poco de pena por los que llegan a tomar el primer baño. Pensamos enseguida en la frialdad y en la flacidez de la barriga del sapo. Un cuerpo muy blanco en la playa es como un músico irlandés en un jazz-band de Harlem. O como un pomo de leche en el cuarto del fotógrafo.
Las personas de epidermis muy blanca antes de empezar la temporada debían tomar un poco de sol en la azotea de su casa. Para adquirir en privado la patente del veraneo. Y hacer la primera salida como es debido. Es decir, con la nariz moteada de pecas y la piel de los hombros despellejada. Hasta ahora no se ha descubierto un dentífrico mejor que el sol. Porque al oscurecer la piel, blanquea los dientes. La sonrisa en la playa tiene algo de entraña de coco.
Los dueños de balnearios son profanadores de la naturaleza, que le han puesto precio al sol. Los que le han puesto precio a la luna, son los poetas. El desnudo en la playa no es inmoral. Las señoras que llevan sobre la trusa una bata, no lo hacen por pudor. Lo hacen por la barriga.
Las trusas modernas, que usan las señoritas en los balnearios ocultan la cuarta y media que nos separa del nudismo, en la calle pasan una pena cuando el viento les levanta la falda. El vestido por adhesión toma el molde del cuerpo, sacándole a la mujer una radiografía que la llena de rubor urbano. Y que la hace caminar más de prisa. Probando que hay amigas que cuando se quitan el traje de baño y se ponen la ropa de ir a la oficina, regresan la moral a un riguroso estado de aprendizaje. Con medias, faja elástica y sostén. El nudo del sostén de las damas muy gordas es el punto de apoyo que pidió Arquímedes. Cuando empieza la temporada de playa, las gordas entran en veda. Y no vuelven a circular con tranquilidad hasta septiembre. El tiempo de las gordas son los meses que tienen ere. Como el tiempo de los ostiones.
La transformación de las épocas ha provocado grandes cambios en las playas. Han pasado al recuerdo aquellas trusas de falda, a listas horizontales. Igual que las camisetas de los equipos de balompié. Y los uniformes de presidio. Han desaparecido de las playas los vendedores de barquillos. Los peatones que venían con el bastón y el sombrero de paja a ver cómo se bañaban los demás. Y aquella gente que aprendía a nadar con vejigas trabadas en las axilas.
Las bañistas que entonces llamaban la atención por bellas hoy llaman la atención por gordas. Porque la playa ha aniquilado el viejo concepto que tenía la humanidad de la belleza femenina. Las hembras con reservas de crianderas pasaban por mujeres; tentadoras, porque nunca tenían que desnudarse en público. Ahora se lleva la mujer delgada. Apeadero entre la sardina y la antena de radio. Y se llevan las trusas que casi no se llevan. Con cualquier cosa se hace un nuevo modelo de trusa de mujer. Una tajada de hoja de parra. Dos confetis y una tirita con un lazo atrás. Y ya está. Los tiempos han reducido el concepto del pudor hasta dejarlo que puede taparse con un pedacito de tela.
También se ha acabado en el mundo la maldita pena que antes nos daba. Únicamente así se explica que veamos en la playa al padre de familia, gordo, viejo austero y hasta con lentes. Que se aparece con una camisa de colorines. Y un short de calcomanía. Y todavía quiere que los hijos le hagan caso cuando se pone en carácter. Que no se puede volver a la edad de los granos en la cara por un proceso de litografía.
No se concibe al jefe de oficina vestido de florero adulto. Como tampoco se concibe a la vieja con pantalón pescadora. La pescadora es la más ridícula de todas las prendas de verano. No se sabe si es short que queda un poco largo. O pantalón que queda un poco corto. Una mamarrachada, de cualquier modo. Las pepillas con pescadoras parecen amazonas sin polainas y sin caballo. Ropa Interior que aprieta, agarra y se escurre hacia abajo. Como -los calzoncillos largos que usaban los abuelos. Lo peor es cuando la mamá de las muchachitas se anima y se pone la pescadora. Pero ya eso es monstruosidad que deja de pertenecer al verano moderno.
Para darle al panorama de la playa criolla el asombro de un hallazgo arqueológico. Yo quisiera oír la carcajada de burla de nuestros nietos cuando vean la fotografía de la madre gorda con el sombrero de sol, los espejuelos oscuros y el pantalón pescadora. Que empieza en la barriga y termina en las cintas de la mitad de las pantorrillas. Mezcla de máscara y de marisco.
Tiene que llegar la temporada de playa para que comprendamos que hay hombres que presumen de que tienen buen cuerpo. Al pasar sacan el pecho. Contraen los músculos. Y se recrean sabiéndose mirados. La camisita arrollada al cuello con aire de coquetería. Y el peine entre la trusa y el ombligo. ¡Ah! y una resistencia heroica para rumiar y rumiar sin acabar de botar el chicle.
El mismo fenómeno, pero inverso, se produce en algunas niñas que están haciendo temporada. Hay hombres que caminan por la playa como la, vedette por la pasarela. Y hay pepillas que fuman, beben y hablan como los amigos. Si las invitan, piden whisky. Si no las invitan, solucionan el apetito que les trae la brisa del Océano con una frita humilde. Extrayendo el real del fondo de la cartera. Después nos dirán que se han tardado, porque se quedaron a almorzar en el club. Lo peor de la frita es el souvenir que la cebolla deja en la boca.
La frita es el mejor testimonio de salud del cuerpo y del alma. Amor perfecto es el que perdura luego del beso acabado de comer una frita. Y los que duermen sin sobresalto y sin acidez después de una madrugada cubana de frita y café con leche, han superado el más riguroso de los exámenes clínicos. Nada más desesperante que un niño en la playa. Primero llora porque no quiere meterse en el agua. Después llora porque no quiere salir del agua. Por último, se le olvida un zapato en la arena.
La alegría dominical en la playa es que no haya congestión. Es el día que se llenan las guaguas y acaban los tamales. Los que trabajan de verdad se queman el domingo para toda la semana. Después no pueden dormir. Al día siguiente dicen que están muertos. Y que no pueden dar un paso más. A eso se le llama descansar en la playa.
El domingo el hombre cumplidor y ordenado va a la playa con la esposa y la merienda. La pareja habla del miedo que le da haber dejado la casa sola. Se da un baño de asiento junto a la orilla. Cuando regresan él se salva porque a ella se le quitaron las ganas de ir al cine. En la playa llegamos a aburrimos de tanto azul y de tanta, luz. Y de tantos tontos que quieren presumir de fuertes haciendo pirámides.
Hay también el bañista que se divierte dejándose sepultar en una tumba de arena. Que cuartea por el medio la respiración de la barriga. Cuando resucita y se levanta, está como empanizado. Pero se divirtió de lo lindo.Y para que se lo crean en la oficina, llevará la cabeza llena de arena. Hay personas que no saben ir a la playa sin la cámara fotográfica. Y se pasan la temporada ofreciendo una copia que no mandan nunca.
Siempre hay una señorita que no quiere meter la cabeza en el agua. Por el peinado y por el rímel. La playa estimula en algunas personas el deseo de amar. De ahí los prolongados idilios en la arena. Acercados los cuerpos. Juntas las mejillas. En un clinche de respiraciones. De pronto pasa una vieja y cambia la vista. Cuando ante una de esas escenas de acoplamiento escandaloso en la playa una vieja pasa y cambia la vista, lo hace, no para simular que no ha visto. Sino para demostrar que vio más de la cuenta.
Y se acuerda con dolor del tiempo que tardó ella en darle a Juan el primer beso. Cuando los enamorados que iban al campo, en vez de acostarse en el suelo, se ponían a tallar un corazón en el tronco de un árbol. Entonces había la emoción del primer beso. Hoy el primer beso es pasión hecha cepillo de dientes. El primer beso en los enamorados modernos es una excavación de la que se sale despeinado y con la cara sucia.
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