En La Biblia, en la carta a la iglesia de Laodicea que aparece en el libro de Apocalipsis, el Señor pronuncia estas severas palabras: “Por tanto, como no eres ni frío ni caliente, sino tibio, estoy por vomitarte de mi boca”.
La indiferencia, aunque no se clasifica como pecado, es algo que Dios repudia. Y modestamente, sin querer igualarnos a Dios, también repudiamos nosotros. En serio, hay pocas cosas que nos sacan de quicio tanto como la actitud indiferente de aquellos con los que nos relacionamos.
La indiferencia es el resultado de una actitud mental negativa, y quizás hasta de una cobardía que intoxica de insolvencia el carácter de los que se hacen víctimas de una nociva abulia.
Hay varias manifestaciones de la indiferencia, y voy a tratar de identificarlas empezando por la que merma la intensidad de las relaciones familiares. Le digo a mi esposa, “¿quieres ir al cine?”. La respuesta me deja petrificado, “Bueno, si tú quieres”. En esa expresión hay vacío de solidaridad, déficit de emoción, ausencia de interés, lo que convierte en decepción un proyecto que hubiera sido muy divertido. Un joven le dice a su novia en un restaurante, “¿Qué quieres pedir, mi amor?”. “Lo que te parezca, de veras que no tengo apetito”. Un joven con agudeza mental hubiera ordenado un vaso de agua y una ración de pan. ¡Cómo ir a una cita romántica y demostrar desgano y apatía! Esa actitud echa a perder lo que pudo haber sido una deliciosa velada.
Conocí a un simpático matrimonio que visita nuestra iglesia. Un día, en una conversación casual, Hortensia, así se llama la esposa, me dijo con un tono quejoso: “Estoy muy molesta con Eduardo. Hoy me estrené un vestido precioso y ni siquiera se ha dado cuenta”. Miré a Eduardo y simplemente le dije: “Date cuenta ahora y dile algo lindo”. Cuando lo dijo, ella sonrió, se abrazaron y siguieron felices el camino. Es que la indiferencia suele ser ofensiva y hasta agresiva. ¡Tan fácil que es mirar la belleza y el mérito ajeno con espíritu de pureza y satisfacción!
El tedio cotidiano, la falta de interés, el desentenderse de tareas que son para disfrutarse en armonía son escollos que se interponen en la felicidad conyugal. A las parejas que ofrezco consejería matrimonial siempre les advierto lo mismo: “uno de los peores enemigos del amor es la indiferencia”, y añado, “es mucho mejor una pequeña pelea que engendra reconciliación que ignorar la posibilidad de llegar a un acuerdo”.
Una indiferencia que me abruma es la que exhiben muchas personas religiosas. El que afirma “yo soy católico a mi manera”, ni es católico ni tiene maneras de llegar a serlo. En asuntos religiosos no puede uno estacionarse en la línea del medio ni acomodar sus deberes a lo que le convenga. En nuestras iglesias – y hablo ahora de las evangélicas – hay personas que ocasionalmente ocupan un espacio en los servicios de adoración; pero jamás adquieren compromisos. “Yo soy creyente, pero no tengo tiempo para servir en la iglesia”, he oído decir reiteradamente. ¿Qué no tiene tiempo? ¡No, lo que no tiene es dedicación! Si hubiera menos cristianos indiferentes de seguro que nuestra sociedad no estaría tan estancada como la vemos.
Luis de Góngora, en sus conocidísimas letrillas, nos ofrece un poema titulado “Ándeme yo caliente” que me gustaría citar completo; pero el espacio disponible no me lo permite. Voy, no obstante, a compartir las primeras líneas:
“Ándeme yo caliente
y ríase la gente.
Traten otros del gobierno
del mundo y sus monarquías,
mientras gobiernan mis días
mantequilla y pan tierno,
y las mañanas de invierno
naranjada y aguardiente
y ríase la gente”.
“Ándeme yo caliente y ríase la gente”. Es decir, que mientras yo viva bien, me importa un bledo lo que diga la gente ni lo que pase en el mundo. Lo que importa soy yo, y solamente yo. ¡La indiferencia social!. Este es un mal endémico que daña de forma irreversible este mundo en el que nos ha colocado Dios.
“A mí no me interesa la política”, dicen los indiferentes y gritan después cuando le suben los impuestos.
“A mí no me importa lo que hagan otros”, proclaman los indiferentes y ponen después el grito en los cielos cuando le roban la casa.
“A mí me da igual el que salga electo”, dicen los indiferentes y después se pasan la vida vociferando en contra de los que le gobiernan.
“A mí no me importa lo que pasa en otras partes”, proclaman ufanos los indiferentes, y después sufren quejosos los aumentos del petróleo, la cantidad abrumadora de inmigrantes que llegan a sus barrios y la ausencia indefinida de los seres que aman.
El ciudadano apegado a sus deberes no puede ni debe ser indiferente. Eludir la responsabilidad del voto, esquivar responsabilidades comunitarias y desentenderse del contexto social en el que vive su familia es cometer un suicidio social.
No contribuimos al bienestar público si somos indiferentes ante la pobreza, si miramos con desdén a los jóvenes que yerran sus caminos y nos abstenemos de contacto con los ancianos, los desvalidos, los enfermos o los olvidados de la fortuna. La indiferencia es orgullo, vanidad, altanería, ¿y por qué no? ¡También una vergonzosa cobardía!
Los indiferentes suelen tener el corazón de vacaciones. Nada más que fijan su atención en las cosas que de manera gananciosa les interesan. El actor Owen Wilson, en la película “Wedding Crashes” pronuncia una frase que expresa de manera gráfica lo que queremos exponer: “Usted sabe que se dice que nosotros usamos solamente el 10% de nuestro cerebro. Yo pienso que también usamos solamente el 10% de nuestros corazones”. Es cierto, si pensáramos menos en lo que nos conviene, y un poco más en lo que nos dicta el corazón, no tan solo seríamos más felices, sino que también contribuiríamos a la felicidad de los demás.
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