El Hombre Ordenado

Written by Libre Online

5 de septiembre de 2023

Por Eladio Secades (1957)

Después de todo, el hombre ordenado es motivo de admiración. Hombre ordenado es aquel que cuando la señora entra en el quinto mes de embarazo ya tiene resuelto el nombre que va a ponerle al hijo. Y que compra la aspirina antes del dolor de cabeza. En el equipaje del hombre ordenado que sale de viaje, todo está previsto: desde las pinzas de apretarle la tuerca al despertador, hasta el mercuro-cromo para el arañazo probable. 

El mercuro-cromo ha arruinado la Industria del yodo, porque además de para cicatrizar las heridas, sirve también para engañar a la esposa cuando hay que llegar a casa con manchas de rouge en el pañuelo. Hacer todos los días la misma cosa y con idéntica disposición de ánimo, es sujetar la vida con los aparejos de una monotonía encantadora. Nuestros abuelos hallaron en el minué una escuela del orden. El minué más que baile, era un manual de urbanidad con música. Se tocaba a la mujer con las puntas de los dedos. Los pasillos cadenciosos. El instante de inmovilidad.

Y enseguida la reverencia y la sonrisa. Todo lo que pasara de ahí, podía hasta parecer canallesco. Ya olvidado el minué, apareció la casta de los hombres desordenados a quienes se nos olvida secar la máquina de afeitar. 

Un día, de pronto, tenemos que quedarnos solos en la vida y comprendemos lo útiles que son las mujeres llamadas hacendosas. Y que es muy difícil el arte de reunir los calcetines negros por parejas rigurosas. Al hombre desordenado le pasa con los calcetines negros lo mismo que con las coristas y con los chinos planchadores. Todos les parecen iguales. Se llega a experimentar un poco de envidia por esos seres metódicos que siempre leen el mismo periódico. Se pelan con el mismo barbero. Se acuestan y se levantan a una hora inalterable.

Y tienen momentos preconcebidos para el amor. El hombre ordenado de antaño le llamaba buen partido a la novia que sabía cocinar, coser y lavar la ropa. De la Epístola de San Pablo a la escoba no había más que un paso. La mujer así ha ido desapareciendo. Como los zapatos de corte alto y los legítimos perros Chihuahua. Ya quedan pocas y con esto del divorcio fácil, una esposa hacendosa puede ser, sin saberlo ella misma, una criada temporera. 

Aquellas señoras que no podían engañar al marido por no permitírselo sus múltiples ocupaciones, con el tiempo iban siendo menos hembras y más cocineras. Por fortuna ya se ha extinguido también el miedo femenino a quedarse para vestir santos. Por no haber logrado el amor de un hombre, había solteronas que hablaban mal de todos los hombres. Y del amor. 

Cuando la mujer perdía la última esperanza de casarse, se dedicaba a criar un canario y a hacer dobladillo de ojo. Y se consolaba viendo lo mal que les había ido a las amigas en el matrimonio. Quedan dos frases de alivio creadas por las solteronas: “Total, ¿para qué?” Y “yo estoy mejor así”. Nos contarán las veces que pudieron casarse por dinero. Que es lo que hacen las muchachas pobres en las comedias argentinas. Y las muchachas ricas en la vida real. Lo peor es cuando al saludar a una dama vieja, por respeto le decimos señora. Y ella, indignada, responde que señorita, si le hacemos el favor. Revelando que no perdona que no le hayan hecho el favor. La última esperanza de la solterona de antes era el hombre de mundo que se vanagloriaba de que le gustaban las mujeres hechas. Porque ya no podía conquistar a las que se estaban haciendo. Hay solterones que engañándose a sí mismos, se casan con muchachas jóvenes, convirtiéndose en padre de la esposa si le sale bien. Y en Shopenhauer, si les sale mal.

Los testimonios más sensibles de desorden los encontramos en la habitación del hombre soltero. (Junto a los calzoncillos, puede estar el frasco de la sal de frutas). Y en las gavetas del buró del empleado que no ha podido darle al alma ritmo de archivos. Casi siempre el campeón del régimen es el jefe de oficina. Se es jefe, cuando se adquiere el privilegio de llegar al trabajo media hora después. Y de marcharse media hora antes. 

Luego de veinte años colgando cada mañana el saco en el mismo perchero y “acusando recibo de su atenta carta”, el jefe de oficina llega a trazarse en la mente un círculo vicioso, pero que él cree genial. Esta uniformidad fastidiosa suele a veces empeorarla el perfecto jefe de oficina que juega golf y lee la página mercantil. Como antídoto a tanta tiesura inalterable, se ha inventado el weekend. Que es la perfección del martirio cuando, además de a la mujer, a los hijos y al radio de pilas, hay que llevar a la suegra.

La mujer suele ser más ordenada que el hombre. En la mujer ser ordenada, es aprenderse de memoria las recetas de cocina. Saber que las manchas de tinta se quitan con limón. Y revisar la ropa para reparar los botones que faltan. El zip decreta a toda prisa la ruina del botón. Y precipita la caída de no pocas mujeres que antes para quitarse la ropa lo reflexionaban más, porque más tardaban. Cada botón era un argumento de legítima defensa. 

Con el zip, el honor femenino puede ser cuestión de un tironcito. El zip ha cambiado muchas cosas en la vida moderna. Es casi imposible que una mujer termine de vestirse sola. En algún momento aparecerá a medio pintar, a medio peinar y perdido el resuello, buscando al pobre marido para que le suba el zip. Es el instante en que a él le sale el mal genio. Cuando el zip traba el forro del vestido, ya es cuestión de perder la paciencia y hasta de convocar a un consejo de familia. Sin embargo, el zip es uno de los grandes inventos de nuestra época. Es el cierre aplicable a todo. También a las fundas de los instrumentos de música. 

Si resucitasen aquellos viejos solemnes que en el siglo pasado tenían que abotonarse hasta los zapatos, más que de la televisión y de los aviones a propulsión, se quedarían sorprendidos y maravillados de las portañuelas con zip.

La mujer que es ordenada en todo lleva el desorden en el bolso que convierte en abismo insondable cuando de pronto tiene que sacar el dinero para el pasaje. Primero aparecen las llaves. El creyón de labios. El pañuelo. La polvera. El anuncio de un salón de belleza. El cuadernito de apuntar los teléfonos. Aquí la señora se desespera y se pone a revolver con prisa furiosa. Entonces aparece un cleaner. El cleaner es el papel higiénico de sangre azul. Le tocará el turno después a la lima de las uñas. Y a la aspirina envuelta en celofán. Cuando hurgando en el bolso la mujer busca el monedero y no acaba de encontrarlo, cree que la culpa no es de ella. Sino de los demás. Que la ponen nerviosa. Hay dos cosas que la mujer no perdona nunca. Que le pregunten la edad. Y que le registren la cartera.

Vivimos un mundo de personajes definidos. El marido ejemplar. El hijo modelo. El correcto caballero. El buen muchacho. La persona decente. Para merecer siempre cualquiera de esas clasificaciones, basta que nos lo digan una vez. En Cuba es imposible el ambiente sin esa alma blanca cuya inutilidad inspira simpatía. Es el buen muchacho criollo que sin darse cuenta ha convertido su infelicidad en medio de subsistencia. Que no resuelve ningún problema. Pero que es un buen muchacho por reconocimiento unánime. La señorita de la familia va a casarse. Si el novio es rico, la boda parece una inversión. Si el novio es pobre, parece una locura determinada por el amor. En los dos casos hay que soportar la murmuración de esas viejas que van a la Iglesia llenas de asombro y con un sombrerito prestado. 

Lo que nadie discute ni critica nadie es la boda con el buen muchacho. Casi siempre llamado Juan o Antonio. Que fuma poco. Que no bebe nada. Tendrá un hijo varón. Para complacerla a ella. Y encargará a París una hembrita. Para complacerse a sí mismo. Administrará el sueldo para la felicidad de la parejita. Y para que no tenga que volver el cobrador de la luz. Así hasta la satisfacción del deber cumplido. Y la úlcera en el duodeno. La historia sin historia del buen muchacho cubano es la humildad perenne. Todos lo queremos no por lo que hizo. Sino por las cosas maravillosas que, por ser buen muchacho, dejó de hacer. Llegamos a viejos creyendo; que hemos realizado una gran misión en la vida. 

Hay una fórmula heredada: el hijo, el árbol y el libro. Yo tengo un amigo que espera tranquilo la muerte, porque respondió a la sentencia, de acuerdo con las circunstancias. Escribió un libro. Muy malo. Tuvo un hijo que ahora está en la edad de la punzada. Que es la edad del chicle-balón. Las películas de muñequito. Y sacar el tibor a la sala cuando hay visita. El árbol no ha podido sembrarlo, porque vive en una casa de apartamentos. El pen-house no es tan nuevo como la gente moderna cree. Es la glorificación norteamericana del cuarto español en la azotea. El edificio con pen-house es tan orgulloso, que el jardín se le ha subido a la cabeza.

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