Cuando estas líneas vean la luz se estará celebrando por centenares de millones de personas en el Oriente el 2,500 aniversario de la muerte de Buda, “El Iluminado”cuyos preceptos son hoy más potentes que nunca. A pesar de la frecuente comparación entre el Cristianismo y el Budismo, los dos credos son diferentes, y lo mismo sus fundadores, Jesús y Gautama. Sin embargo, en la religión cristiana del amor y en el código budista de salvación personal de los sufrimientos hay muchos puntos de contacto de simpatía. Lo mismo, también, en las fugaces visiones que las escrituras budistas nos dan de Buda, parece haber un vago vaticinio de Cristo.
Por John Allen (1952)
En 1896 se descubrió en Nepal un pilar de piedra con una inscripción apenas discernible cerca de la base. El pilar resultó tener más de dos mil años, habiendo sido erigido en el siglo III, a. de J. por un monarca del norte de la India para conmemorar el lugar del nacimiento del maestro cuya religión había abrazado él dedicando todas sus energías a su difusión.
No podemos estar seguros de que Siddarta Gautama. Quien durante veinticinco siglos ha sido reverenciado a través del Oriente por incontables millones de fieles como Buda, el Iluminado, naciera en verdad en el jardín de Lumbini en las faldas del Himalaya, donde se alza el pilar de Asoka. Muchas personas han dudado inclusive de la existencia de Buda. La historia de su vida, según se cuenta en los escritos compilados por sus discípulos, es una mezcla de leyenda y tradición llena de relatos de milagros fantásticos de entre las cuales es poco menos que imposible desentrañar la verdad.
La investigación arqueológica en el norte de la India, resultante del descubrimiento de muchas inscripciones antiguas en pilares y rocas y en cavernas, han hecho mucho por fortalecer la creencia, hoy generalmente aceptada, de que Gautama Buda en realidad una figura histórica, y que es posible reconstruir los contornos principales de su vida.
Hijo de un principillo de los Sakya, o casta guerrera, que ocupa el segundo orden en las cuatro grandes divisiones de la sociedad hindú, nació probablemente en el siglo VI, a. de J. Y fue educado en un hogar aristocrático, llevando una vida de lujos a través de su juventud y los primeros años de su mayoría.
No nos es posible afirmar en qué período comenzó su mente a inquietarse, cuándo sintió por vez primera que los placeres ociosos eran insuficientes para satisfacer su alma; pero fue cuando nació su hijo que Gautama, a la sazón de veintinueve años, tomó la decisión que alteraría todo el curso de su vida y eventualmente iba a revolucionar el pensamiento religioso del Oriente.
Ese día le fue revelado que debía abandonar el hogar y a su hijo y, despojándose de todas sus posesiones mundanas, concentrar sus pensamientos en las realidades últimas de la vida. No llegó a esta decisión sin mucha angustia espiritual, ni le fue fácil tampoco la separación.
Ambulando en medio de la noche plenamente decidido, no pudo resistir el impulso de echarle una última ojeada a su mujer y a su hijo. Cuando los contemplaba durmiendo plácidamente en medio de las flores, dones recolectados para la fiesta del natalicio, se apoderó de él un ardiente deseo de estrechar una vez más al infante en sus brazos. Sin embargo, no quiso hacerlo, no fuera a despertar la esposa; y, reprimiendo su deseo, escabulló calladamente, montó su caballo y se perdió en la oscuridad.
Lejos de su tierra natal recorriendo los fértiles llanos del valle del Ganges hasta llegar a los picachos cubiertos de árboles de las Lomas de Vindhya que separan el Indostán de las estériles mesetas del Decán, la “tierra del sur”. Allí vivió seis años, buscando la sabiduría por los métodos de ascetismo practicados entonces -y ahora- a todo lo largo y lo ancho de la India.
Se rasuró el cabello y la barba vistió la veste amarilla del solitario, y sometió su cuerpo a ayunos agotadores y a todas las formas de la mortificación física. Con cinco discípulos vivió solo en la jungla pugnado por medio de la autodisciplina y la tortura del cuerpo por alcanzar la paz y la certidumbre mental.
Llegó a ser conocido extensamente como un hombre santo, no obstante, lo cual la verdad que buscaba parecía tan distante como siempre hasta que un día, al volver de un desmayo provocado por su extremo ascetismo, la luz iluminó con un destello su mente. Todo este ayunar y velar, esta supresión del aliento y este autohipnotismo, no lo conducía a ninguna parte, sino que incrementaba la flaqueza de la mente, así como la del cuerpo. Para pensar con claridad, el hombre debe alimentarse como es debido y llevar una vida saludable.
Emocionado por su descubrimiento, Gautama se apresuró a compartirlo con sus discípulos, quienes, según la leyenda, habían ya aumentado mucho su número. Pero ellos, al enterarse de que su reverenciado maestro renunciaba a la vía ascética y demandaba alimentos, se escandalizaron y horrorizaron tanto con una sugestión que repugnaba a todas sus ideas preconcebidas, que todos le abandonaron. El día siguiente estuvo preñado de consecuencias para el mundo oriental. Abandonando a sí mismo, Gautama vagó por las forestas de Gaya, hasta que llegó a las márgenes del río Neranjara, donde se sentó a comer a la sombra de un coposo árbol, o higuera silvestre.
Y allí, después de soportar hora tras hora de la más fiera angustia mental y espiritual, después de pasar por todas las emociones conocidas del hombre, desde la más sublime esperanza, Gautama halló por fin la paz y la certidumbre que buscaba. La verdad le fue revelada; se convirtió en Buda, el Iluminado.
El gozo que le produjo su descubrimiento fue al principio tan abrumador que se sintió tentado de guardarlo para el solo, de pasar el resto de su vida en feliz soledad y de no compartir con nadie la beatifica verdad que había alcanzado a tan gran costo. Pero un deseo tan egoísta no podía poseer por mucho tiempo el alma de uno que había llegado a la verdad última solo por medio de la supresión de todo humano deseo, y pronto el Buda se hallaba en el camino de Benarés, ávido por compartir a todos los hombres la fe que el poseía.
En aquella ciudad buscó a sus antiguos discípulos. Rápidamente volvieron ellos a ser sus devotos secuaces, porque él les habló con una autoridad, una seguridad tranquila y serena que desterró toda duda y hesitación. El grupo se construyó albergues en el parque de los Ciervos del Rey en Benarés, y allí Buda enseñó a todos lo que él había descubierto.
“Hay -decía-, cuatro nobles verdades que es preciso comprender. La primera es la del dolor. El dolor es universal y persiste a través de toda la vida. El nacer es sufrimiento; la vejez es sufrimiento; la enfermedad es sufrimiento; la muerte es sufrimiento; el estar unidos con los demás es sufrimiento; el estar separados de los que se ama es sufrimiento; en suma, la quíntuple base de los elementos del ser es sufrimiento”.
Establecida esa verdad, el próximo descubrimiento es la causa del dolor. Este, enseñaba Buda, es el deseo del hombre, que asemejaba a la sed (tanha), “la sed de ser, lo que conduce de nacimiento a nacimiento, acompañada de lujuria y concupiscencia, que halla satisfacción, ora aquí, ora allá; es la sed de satisfacer el deseo, la sed de continuar la existencia, la sed de poder”.
La tercera verdad es la de la “aniquilación misma del deseo, abandonándolo, expulsándolo, desembarazándose de él, no dándole espacio”.
El que haya aprendido y comprendido estas tres nobles verdades, declaraba Buda. Ha llegado al estado de Arhat, el discípulo perfeccionado. Ya se encuentra en concisión adecuada para buscar la vida de la liberación de todo sufrimiento que conduce más allá de la muerte al Nirvana, el estado de beatitud perfecta, de absoluta liberación del deseo, en que el individuo no existe ya.
La cuarta verdad expone esa forma de liberación que nace a lo largo de la senda octuple, de “recta opinión, recta intención, recta palabra, recta acción, recto pensar, recta concentración”.
La doctrina Buda, aunque excesivamente bella, es preciso colocarla contra el talón de fondo de la vida y el pensamiento hindúes antes de poder apreciar se significado. La religión dominante en el norte de la India en su época era el hinduismo según lo enseñaban los brahmanes. O casta sacerdotal, que consideraban fundamental dos dogmas de fe. Uno era que los hombres se separaban rígidamente en cuatro castas, o divisiones de la sociedad, de suerte que la posición de un hombre en la escala social era fija e inalterable desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte. Eso era bastante malo en sí, más para añadir aún más su desestímulo de todo esfuerzo humano, venia el segundo dogma de que todos los hombres, y aun los dioses, estaban sujetos al Karma, la ley del destino que los obligaba pasar de una vida en otra, en una continua secesión de renacimientos.
La condición de vida en que nacía un hombre enseñaban los brahmanes, se decidía por la suma de todas las acciones buenas y malas realizadas en todas sus existencias anteriores. De este modo, ningún hombre podía esperar jamás en su vida presente, hiciera lo que hiciese, ni podía esperar mejorar mucho en su próxima existencia, por que la mayor piedad en una sola vida solo contaba poco al pesarse en la balanza contra las malas acciones de incontables vidas anteriores.
Sin embargo, era esencial acumular buenos actos no fuera a ser que en la próxima existencia regresara uno a un plano inferior. El alma podía fácilmente descender a encarnar en un animal cuadrúpedo o lo que era peor en un reptil o insecto. Y la forma de acumular el bien era observando fiel y estrictamente las ordenanzas de la casta que de modo tan rígido segregaba una clase de otra.
Buda aceptaba la doctrina de la transmigración de las almas con su interminable sucesión de reencarnaciones, pero facilitaba un medio de escapar a ella. Alcanzando a través del conocimiento de las cuatro nobles verdades el bienaventurado estado de Nirvana. Un hombre podía librarse de toda individualidad y librarse de la posibilidad del renacer.
Más importante para las masas de sus fieles que esta conclusión filosófica, que solo podía ser alcanzada por las mentes más penetrantes e idóneas, y luego a través de la autodisciplina y la autorrestricción, eran los resultados prácticos de las enseñanzas de Buda. La senda óctuple imponía una elevada norma moral, y la promesa del Nirvana le data a la moralidad un móvil. Hasta entonces la vida buena no había sido más que una irreflexiva observancia del ritual; ahora era una lucha concentrada por conseguir la virtud.
Buda rechazó la idea de las castas. Para él todos los hombres eran iguales y trataba a todos como hermanos y amigos. No debía darse muerte a ningún ser viviente, por que toda vida era sagrada; y hasta el día que corre el terreno que circunda los templos budistas está limpio de vegetación no sea que inconscientemente pise uno y mate algún insecto. Prohibió a sus fieles mentir, robar, cometer adulterio, entregarse a las bebidas alcohólicas, o pretender poseer facultades sobrenaturales.
Para difundir sus doctrinas Buda estableció una orden de monjes, los Shagha. Las reglas de esta orden eran muy estrictas: todo el que ingresaba en ella tenía que renunciar al mundo y a los lazos familiares, y vivir una vida de absoluta castidad. Vestían de amarillo, se proveían de una escudilla para pedir limosna, que es la señal de todas las órdenes mendicantes de la India, e iban por los caminos y encrucijadas difundiendo las enseñanzas de Buda.
Se admitían fieles laicos, siendo su deber recibir y mantener a los hermanos de la orden. Muchos príncipes y nobles se contaban entre ellos, porque la mayoría de los conversos parecían ser de noble estirpe. Más tarde, a través de la influencia, según se afirma, de Gotami, la madre adoptiva de Buda, y de Ananda, uno de sus discípulos predilectos, se estableció una orden de monjas; pero siguió siendo inferior y subordinada a la de los monjes. Porque, de acuerdo con el pensamiento hindú a través de las edades, los budistas creían que el hombre era una criatura superior a la mujer. Ninguna mujer podía alcanzar una iluminación perfecta.
Buda dio el ejemplo a sus discípulos al hacerse, y seguir siéndolo por el resto de su vida un monje mendicante itinerante. Poco se sabe en detalle de sus viajes, que, probablemente se limitaron al norte de la India y se concentraron en los distritos de Oudh y Bihar, pero durante unos cuarenta y cinco años más continuó enseñando y predicando.
Su inmensa reputación y la ancha simpatía humana de sus doctrinas comparadas con el pesimismo sin esperanza del brahmanismo le ganaron una recepción hospitalaria dondequiera que iba. Los reyes le recibían con amabilidad; los ricos lo agasajaban y separaban jardines para él y sus secuaces -jardines, porque en ellos podían acomodarse las muchedumbres de indagadores y seguidores que a diario lo buscaban, y porque en ellos él sus discípulos podían retirarse y meditar y a entregarse tranquilamente a sus pensamientos.
Acaudalados conversos hicieron valiosas donaciones a Buda. Una de las anécdotas más famosas de su vida, de interés particular para las mentalidades europeas por su similitud superficial con un incidente de la vida de Cristo, es el de su encuentro con la cortesana Ambapali en Vesali.
He aquí una versión abreviada de la misma:
La cortesana Ambapali oyó que el Bienaventurado había llegado a Vesali y paraba en el huerto de los mangos. Y ordenando preparar una serie de magníficos vehículos, montó en uno de ellos y se dirigió con su séquito al huerto. Fue en el carruaje hasta el sitio en que no podían pasar carruajes; allí se bajó y siguió a pie al lugar en que el Bienaventurado se hallaba, y se sentó respetuosamente a un lado, y cuando se hubo sentado así el Bienaventurado la adoctrinó, la conmovió, la incitó y la alegró con un discurso religioso.
Luego ella, adoctrinada, conmovida, incitada y regocijada con sus palabras se dirigió al Bienaventurado y le dijo: “Quiere el Bienaventurado hacerme el honor de ir a comer, con sus hermanos, a mi casa mañana”.
Y el Bienaventurado otorgó su petición con su silencio. Entonces cuando Ambapali, la cortesana, vio que el Bienaventurado había consentido, se levantó de su sitio y le hizo una reverencia, y teniéndolo a su diestra al pasar junto a él, partió de allí.
Ahora bien, los Likhavis (jóvenes ricos de noble alcurnia) de Vesali, oyeron que el Bienaventurado había llegado a Vesali, y se hallaba en el huerto de Ambapali, y procedieron a invitar a Buda a comer al día siguiente; pero él rehusó diciendo que ya estaba comprometido a comer con Ambapali.
Y el Bienaventurado se vistió por la mañana temprano y tomó su escudilla, y fue con los hermanos al lugar en que se hallaba la morada de Ambapali; y cuando hubo llegado allí tomó asiento en el sitio reservado para él y Ambapali colocó arroz dulce y pasteles ante la orden, con el Buda a su cabeza, y los sirvió hasta que no quisieron más.
Y cuando el Bienaventurado hubo terminado su comida, la cortesana hizo traer un escabel bajo y se sentó a su lado, y dirigiéndose al Bienaventurado, dijo: “Señor, regalo esta mansión a la orden de mendicantes, de la cual Buda es el jefe”.Y el Bienaventurado aceptó el don; y después de instruirla y conmoverla e incitarla y regocijarla con su discurso religioso, se levantó de su asiento y partió de allí.
Sin embargo, los jardines y palacio de los príncipes no eran siempre la suerte que les cabía y sus seguidores, como lo demuestra la siguiente anécdota, que revela a las claras también, la sublime serenidad del gran maestro.
Un día un morador de Alavi en la Selva de Simpasa se llegó a Buda que estaba sumido en sus reflexiones junto a la senda del ganado. Acercándose a él con gran respeto, le preguntó: “Maestro, ¿vive feliz el Muy Exaltado?”
“Así es. Joven; yo vivo feliz. De los que viven felices en el mundo yo también soy uno de ellos”.
“Fría, maestro, es la noche de invierno; se acerca el tiempo de la helada; áspero es el suelo; delgada es la manta de hojas; ligera la ropa amarilla del monje; cortante el viento de invierno”.
Con sublime uniformidad Buda replica: “Así es, joven. Yo vivo feliz. De los que viven dichosos en el mundo, yo soy uno de ellos.”.
A través de todos sus muchos años de errar, en medio de sus variadas experiencias, Buda retuvo su elevada serenidad mental y seguridad de propósito. Adaptaba sus métodos de instrucción a su auditorio. Al pueblo sencillo le hablaba en parábolas y citaba fábulas bien conocidas. Con los brahmanes sostenía discusiones en que los hacía incurrir en contradicciones y confusión por un sistema similar al de Sócrates, el gran filósofo griego.
No temía llevar la peor parte en una discusión. “En una disputa con cualquiera”, declaró, “no es posible que me hagan caer en confusión o desconcierto; y porque sé que no existe tal posibilidad, es que permanezco tranquilo y confiado”.
Tenía unos ochenta años cuando la enfermedad la advirtió que su fin era inminente. Sin embargo, en un esfuerzo de voluntad lo difirió, porque, reflexionaba, “no sería justo partir de la existencia sin haber hablado primero con mis discípulos”.
Así, pues, aunque agobiado por la enfermedad, siguió viviendo a través de la estación lluviosa, y luego convocó a sus discípulos. Su vida, les dijo, terminaría dentro de tres meses, y ellos no debían esperar otro líder. Les instó a ser firmes y a hallar un refugio en sí mismos, y a permanecer prestos siempre a aprender. Después, llamando a Ananda a su lado, pronunció estas palabras: “Yo también, Ananda, me he puesto viejo y lleno de años; tengo ya ochenta; y como un carretón gastado, Ananda, puede con mucho cuidado hacerseme mover; por eso, me parece, que el cuerpo del Iluminado puede sólo hacérsele marchar con harto cuidado”.
Sin embargo, con infatigable persistencia volvió a iniciar sus viajes, sólo para caer de nuevo preso de la enfermedad, acompañada de grandes dolores. Pasó sus últimas horas hablando con sus monjes y haciendo nuevos conversos. Luego, con la exhortación final de “He aquí, hermanos, que os exhorto diciéndonos que la decadencia es inherente a todas las cosas. Trabajad vuestra salvación con diligencia”, el Iluminado exhaló el último suspiro, hace dos mil quinientos años, según sus adeptos, como los monjes de Kandy, donde las nuevas luces fluorescentes en el Templo del Diente, hace de un azul fantástico la noche de Ceilán.
La influencia de sus enseñanzas ha enriquecido el pensamiento y la vida de incontables generaciones de orientales. Aunque la pureza de sus doctrinas pronto se oscureció para todos, salvo unos pocos, aunque las masas no tardaron en elevarlo a un rango divino e ignorantemente adoraron al fundador del budismo en lugar de procurar comprender sus preceptos y pugnar por ponerlos en práctica, Buda ha conferido a través de las edades dos inapreciables beneficios a los que se han adherido a la religión que enseñó. Los ha liberado de las cadenas del sistema de castas -alivio que sólo aquellos que han viajado por el Oriente y comprendido la mente oriental pueden apreciar a plenitud y les ha enseñado que la vida no carece de esperanzas.
Aunque el budismo está hoy prácticamente extinto en la tierra que lo vio nacer, habiendo sido desde hace tiempo abrumado por el reflorecimiento del hinduismo, sigue siendo la religión de, por lo menos, ciento cincuenta millones de personas en China, Tibet, Japón, Birmania, Ceilán, y Malaya. Para todos esos fieles significa una influencia que los inclina al recto pensar y a la conducta recta, mientras que para los pocos selectos que pueden alcanzar el elevado y sutil misterio del Nirvana, la filosofía de Buda sigue siendo como un sol que ilumina todas las sendas de la tierra.
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