LOS ÚLTIMOS DÍAS DE BABE RUTH

Written by Libre Online

8 de agosto de 2023

Por La viuda de Babe Ruth (1949)

He aquí uno de los más emocionantes documentos de la historia del deporte. He aquí al verdadero Bambino, el hermano de cada niño, todavía 

vigoroso en cuerpo y en espíritu, 

que cae peleando.



Es difícil hablar de Babe en sus últimos días; del Babe enfermo y débil, y luego muerto. Es difícil reconocer que la enfermedad haya podido tener jamás nada que ver con un hombre como él. Aunque tuviera noventa años, habría parecido extraño. ¡Porque Babe tenía un espíritu tan robusto, tan campechano, tan juvenil! Sus piernas podían debilitarse, pero jamás habría cambiado esencialmente. 

Era el ser humano más animado que he conocido y más. Esto podría parecer una declaración perogrullada, pero no puedo menos que pensar que, en cierto modo, Babe le ganó la partida a la muerte. La suerte en algo horriblemente trágico para la mayor parte de la gente es una suerte de cosa horrenda y por terminar, con los cabos sueltos y colgando. Babe sufrió terriblemente. Bien sabe Dios que fue trágico, y Babe murió demasiado pronto. Pero Babe tenía una ventaja sobre la muerte en su maravillosa capacidad para vivir, y no dejó de vivir hasta el último instante. En cierto modo, también, los dos últimos años de su vida fueron una consumación. 

Todos los cabos sueltos de su vida- gente que había conocido en la niñez, sus amigos, gentes que jamás lo habían conocido personalmente pero que lo querían y admiraban, y los niños que él amaba- estaban reunidos en su amistad con Babe. A pesar de su sufrimiento, esos dos últimos años, fueron en cierto modo los más felices de su vida.

Babe no era muy feliz después de haberse retirado en 1935. Había venido jugando, profesionalmente, por espacio de 21 años, y había vivido, comido, dormido y soñado baseball la mayor parte de su vida. Para él no era solo un trabajo de seis meses al año. En cierto modo, el baseball había sido para él un padre y una madre. Lo sacó de una escuela para niños delincuentes, le dio un puesto en la vida, un puesto mayor del que había esperado; le dio a todo un mundo por familia. A donde quiera que fuera, no era jamás el saludo formal de “¿Cómo está usted, señor Ruth?” Ricos y pobres, jóvenes y viejos, decían siempre: “Ey, ¿qué hubo, Babe?”

El sentimiento que yo siempre experimenté era que Babe pertenecía al pueblo. Hombres poderosos e influyentes querían y admiraban a mi marido, pero creo que cuanto más pobre el pueblo, más cerca estaban de él. Los ricos necesitaban muy poco. Pero los pobres mirando a Babe, que había surgido de la nada y era todavía uno de los suyos- un tipo simple, lozano, amable, a quien el éxito no había alterado- podían edificar sus sueños en torno a él.

Babe se ganaba todo lo bueno de que disfrutó. Sobre esto, creo que todo el mundo estará de acuerdo. Era un notable jugador y un gran “actor”. Ponía cuanto tenía en el juego. Pero creo que Babe no lo calculó nunca en términos de paga y de servicios prestados. Él era simplemente, baseball. No podía concebirse sino como parte del juego. Sólo sus amigos más íntimos saben que casi se le rompió el corazón cuando no pudo alcanzar un puesto de manager después de su retiro.

Pero Babe no era hombre que se sentara a lloriquear. Tenía demasiada energía hirviendo dentro. Le buscaba más diversión a la vida que ninguna persona que yo haya conocido, y después de su retiro llevó una vida activa y ocupada como siempre. Le gustaba andar con los hombres y le gustaban las actividades. Gustaba de jugar a los bolos. Era un gran jugador de golf. Ganó más trofeos de golf que de baseball. Cazaba venados, osos, codornices y patos. En primavera siempre lograba realizar una excursión. Le gustaba pescar en alta mar. Yo no soy muy aficionada a los deportes al aire libre, y aquellas eran actividades varoniles.

Parte del amor que Babe sentía por la vida era su afición a la buena comida. Una de las peores cosas que ocurrieron durante su enfermedad fue que perdió el gusto por la comida. Era un magnífico cocinero. Y podía trinchar una articulación de venado o de ave como nadie en el mundo. Tenía un par de tijeras especiales que mantenía en perfecto estado para esas ocasiones. Tenía un aire jovial y señoril cuando se paraba a la cabeza de la mesa trinchando un ave tan fácilmente como si cortara una hoja de papel, bromeando con sus amigos, llenando sus platos de buenas cosas de comer. 

Solía hacer salsa para “barbacoas”, o asados enteros, por galanos y la llevaba en sus viajes de pesca y caza. Hacia la más maravillosa salsa de spaghetti que ha comido nadie jamás. Ponía especial atención a los ingredientes: siempre usaba aceite de oliva legítimo y pasta de tomate importada, y prefería setas secas a setas frescas o en lata. Le gustaba preparar bocados de medianoche, compuestos de chorizos y revoltillo de huevos, para sus amigos cocinaba en enormes cantidades, y esperaba que sus amigos no se quedaran cortos. 

Era capaz de despachar ocho o nueve chorizos de un tirón y la forma de cocinar los huevos era para él como un rito. Le gustaban mezclados con leche y cocinados a llama lenta, y servidos blandos y esponjosos. Aun después de haberse enfermado y perdido su maravilloso apetito, insistía en que los huevos fueran cocinados precisamente así. Creo que lo que más importaba para él era que las cosas siguieran como siempre. Le enseñaba a su enfermero, Frank Dulaney, a cocinarlos.

Babe no gustaba de ir a los “night clubs” porque le molestaba llevar cuello y corbata. Gustaba de recibir de un modo informal, en casa, o ir a casa de nuestros amigos. Le gustaba la alegría y la música, y halló sus equivalencias en May Singhi Breen y Peter Du Rose, ambos compositores de cantos y pareja de radio. Todos los años en su natalicio, May le daba un gran pastel. Babe era un tipo grandote y pesado en comparación con Peter. Solía burlarse de Peter llamándole “Músculos”. A May le llamaba “Bustles” (bullisión). Solía mortificarla mandándole fotos, y cada vez que nos reuníamos él y May solían permanecer horas sentados, riendo a carcajadas y contando anécdotas.

 A los dos les gustaban mucho las cebollas y los chalotes, y solían celebrar competencias sobre estos últimos. Solo tenían una regla: no se permitía coger más de uno a la vez. La idea era ver quién terminaba primero el último chalote. Babe sentía mucho afecto por Melvyn Gordon Lowenstein, que fue su abogado durante 29 años, y por Paul Carey y Charles Schwepel, y varios otros viejos amigos suyos. Babe estaba lleno de retozo y buen humor. Le gustaba bromear con la gente. Solía mandar a los De Rose telegramas, a cobrar al destinatario, sólo por broma. Paul fue comandante de la Marina durante la guerra. Cada vez que venía a casa, Babe le escondía la gorra. Paul se volvía loco buscándola, y a veces, cuando tenía que presentarse a servicio, no era cosa de risa. Pero nunca se ponía bravo con Babe. Era imposible ponerse bravo con Babe Ruth.

De vez en cuando, hasta en los últimos años, alguien decía que el interés de Babe por los niños era tan profundo como el de un senador en época de elecciones. Opiniones así eran emitidas por personas sofisticadas sobre otras personas sofisticadas.

 El natural don teatral de Babe atraía la publicidad como la miel atrae a las moscas; era una figura llena de colorido. Pero era un tipo directo, y profundamente sencillo: demasiado sencillo hasta para ser jamás insincero. Las personas de las que Babe desconfiaban pueden dar fe: con ellos era realmente rudo. Pero era incapaz de hipocresía. En lo que respectaba a las cosas del corazón- y los niños estaban siempre muy cerca de su corazón -era el hombre más sentimental, de más sinceros sentimientos del mundo.

En muchos aspectos, era solo un muchachote que había crecido demasiado, con afinidad por los sentimientos de otros niños. Compartía sus intereses. Sus programas de radio favoritos eran el FBI, The Green Hornet, y The Lone Ranger, y los escuchaba religiosamente. Podía uno tener un negocio de $50,000 que proponerle, pero si estaban transmitiendo uno de esos programas, ese negocio tendría que esperar.

Ese era Babe antes de enfermarse, y casi hasta la hora de su muerte: activo, juguetón, generoso, hasta el exceso. Por eso, a mi ver, tenía una ventaja sobre la muerte. Otro hombre, sufriendo los torturantes dolores con que Babe tuvo que vivir los dos últimos años, habría arrojado la toalla, y con razón, pero Babe no. Él no se rendía. Toda su facultad de vivir- y esa facultad se le fue agotando después que se enfermó -era usada hasta el fondo, y más.

Babe no era el tipo de hombre que se queja de cualquier cosa. Tenía demasiadas cosas a que atender para eso. Pero a principios de 1946 los amigos de Babe y yo empezamos a preocuparnos por él. Había mencionado un dolor de cabeza de vez en cuando, y nosotros notamos que su voz se estaba tornando ronca. Pero ninguno se dio cuenta de su gravedad hasta el 10 de agosto de aquel año.

Una semana antes, Babe había prometido a Ray Kilthau, un viejo camarada suyo, asistir a un picnic en favor de los huérfanos en Long Beach aquel día cuando despertó por la mañana tenía un dolor de cabeza insoportable. Era uno de esos terribles días de calor del mes de agosto, y yo le supliqué que no fuera. Pero Babe no quería romper una cita con los muchachos.

Bueno, vino Ray, y fueron en automóvil a Long Beach. Fue un espectáculo tremendo. Debía de haber tres mil niños en la playa. Babe se quitó el saco y marchó sobre la arena, hablando con los niños y posando para fotos con ellos. A eso de las cuatro Ray lo miró despacio. Lucía enfermo, muy enfermo. Ray insistió en que volviera a casa. Al regresar al auto, un policía se acercó a Babe y dijo: ‘Oye Babe, hay un niño impedido a un par de millas de aquí que ha venido hablando durante una semana de que usted vendría. ¿Podía darse un salto a verlo?

Babe no necesitaba oír más, jamás se había negado a una cosa así, y no iba a empezar ahora. Tomó la dirección y a pesar de sentirse muy mal, fue a ver al niño. Guio carretera adelante, hasta una simple casa blanca, donde vivía el niño. Lo halló sentado en el portal en una silla de ruedas con un bate sobre las rodillas. Ray me dijo que el rostro del niño se iluminó como el sol saliendo de detrás de una nube al ver a Babe. Babe se acercó con su aire campechano y dijo:

-Hola chico, ¿Como te llamas? Cogió el bate y lo examinó como si tuviera una gran importancia. Luego preguntó:

– ¿Te gustaría verme batear un poco?

El muchacho se quedó con la boca abierta. Babe se fue al césped, se puso en actitud de bateador, y disparó contra un par de bolas imaginarias. Después habló con el niño un rato más. En tanto, Ray buscó una pelota y Babe le puso su autógrafo. Luego Ray lo trajo a casa.

Cuando Babe vino a casa aquella noche, era presa de dolores torturantes. Se fue directamente a la cama y yo llamé al médico. Ese fue el comienzo. Babe estaba gravemente enfermo. Nosotros teníamos los mejores médicos que había, Se pensó que tenía sinusitis, que padecía de la dentadura, y se le trató en consecuencia: le hicieron radiografías, lo examinaron y de nuevo le hicieron radiografías.

El dolor era peor cada día, pero a juzgar por sus actividades cotidianas, nadie lo hubiera creído. Babe se negaba a ceder. Todas las mañanas se levantaba a los ocho. Tomaba el desayuno si podía. Pero lo mismo si podía comer que si no, a las nueve estaba saliendo a jugar golf, a jugar a los bolos, a pescar o a alguna reunión de gente menuda. Solía decir:

-Lo que quiera que sea esto, no va a poder conmigo.

El 26 de noviembre el dolor se había hecho tan intenso, que los médicos propusieron que Babe fuera al French Hospital, para que lo sometieran a otra batería de exámenes, pruebas y radiografías. Cada día iba peor. Era aterrador ver el cambio que se había operado en él. Empezó a bajar de peso. No podía comer ni dormir. Su voz se iba tornando ronca; apenas podía hablar.

No sé cuándo los médicos averiguaron que tenía cáncer. No me lo dijeron hasta mucho después. Aun entonces, no podía creerlo. Temía que si dejaba entrar ese pensamiento en mi cabeza perdería esperanza, y me negaba a eso. Además, temía que si la aceptaba se reflejara en mi rostro y Babe la vería. Y no quería que Babe lo supiera. 

Es curioso, pero creo que los amigos íntimos de Babe durante esos dos últimos años sentían lo mismo. Jamás nos permitimos pronunciar la palabra, siquiera en privado. Nadie hacia siquiera conjeturas. Nadie se arriesgaba a nada que pudiera hacer que Babe se enterara. Era una especie de acuerdo táctico en que todo el país conspiraba por hacer feliz a Babe hasta su muerte. Es tonto tratar de hablar de una cosa como esa. No hay palabras con que describirla.

Los que leen los periódicos conocen ahora los hechos escuetos de los movimientos de Babe por entonces. El 6 de enero de 1948, los médicos decidieron operarlo. Cortaron el nervio que lleva la sensación de dolor al cerebro. El 16 de febrero, trajimos a Babe a casa del hospital. El 9 de abril, fuimos a la Florida. Volvimos para pasar el Día de Babe Ruth, 27 de abril, en casa. Ese verano Babe fue nombrado consultor de la American Legión Junior Base Ball League. Voló 50,000 millas, hablando con los muchachos en 17 ciudades.

La operación había hecho prodigios. Aumentó 12 libras ese verano, y todos los amigos de Babe hasta su enfermero Frank Dulaney y yo empezamos a mirarnos a los ojos y sonreír. Pero el dolor volvió, empeoró, y Babe empezó a írsenos nuevamente de las manos.

Navidades de aquel año. Babe fue al Medical Center a hacerse un examen y someterse a tratamientos adicionales. En febrero, 1948, estaba de nuevo en la Florida. Desde el 15 de mayo al 3 de junio, estuvimos en Hollywood, donde Babe actuaba de consultor de los que hacían la película “The Babe Ruth Story”. El 13 de junio de ese año Babe, vestido en su viejo uniforme, asistió a las ceremonias para el retiro de su famoso uniforme N3 en el Yankee Stadium. El N3 había sido siempre su número, desde el día en que ingresó en los Yankees. Ahora ningún jugador de ese equipo volvería a usar ese número.

Empezó a llover a torrentes, pero eso no arredró a las multitudes. Más de 50,000 personas fueron a saludar de nuevo a Babe, y a presenciar las ceremonias, Babe estaba terriblemente enfermo. También estaba profundamente emocionado. Dijo unas pocas palabras a sus amigos y fanáticos, pero su voz había desaparecido casi por completo. Apenas se le podía oír. Después, no habló mucho de sus sentimientos, pero aquella noche lloró y lloró amargamente el día siguiente. Poco después a pesar del dolor constante hizo otro viaje a la ALJBL. Habló con los muchachos en St. Louis, Sioux City, y Sioux Falls, volvió a New York en la noche del 23 de junio, y el día siguiente entró en el Memorial Hospital donde murió.

Leyendo el itinerario, cualquiera se horrorizaría. Era demasiada actividad para un moribundo. Pero Babe mismo, y aquellos que mejor lo conocíamos y estábamos más cerca de él no lo habríamos querido de otro modo. Comprendimos lo que había sido para Babe que lo trataran como un inválido cuando fue al French Hospital. Era como el fin del mundo para él. Había sido siempre tan sociable y retozón. Estar encerrado en el hospital era como estar aislado del mundo. Luego empezaron a llegar cartas, primero a brazos, luego por sacos. 

Durante los primeros 82 días de su enfermedad. Llegaron 27,000 cartas. Cuando murió Babe habían llegado más de 90,000. El día siguiente de su muerte llegaron 48,000 más, y todavía siguen viniendo, ahora dirigidas a mí y a May de Rose, que se encargó de la correspondencia de Babe casi desde el principio. Babe sabía, cuando esas cartas empezaron a llegar, que no estaba aislado del mundo. Si él no podía ir a mundo, el mundo venía a él. 

En el pasado, Babe había tomado como cosa natural las atenciones de sus fanáticos, pero ahora se sentía profundamente agradecido. Era como un condenado a muerte que de súbito le hubieran suspendido la ejecución. Casi todos los días, por mal que se sintiera, insistía en autografiar pelotas, fotografías, y guantes para los niños que le habían escrito. Todos los días, su enfermero Frank Dulaney, May y yo le leíamos cartas, y él dictaba respuestas o nos decía lo que teníamos que contestar. Si la correspondencia se amontonaba, le preocupaba. No quería mantener a la gente esperando las respuestas.

Había toda clase de cartas de toda clase de gente; cartas de viejos y de niños, de mujeres y de hombres, y algunas de personas de las que no tenía noticia desde su niñez. Unas cuantas cartas le hacían llorar. Algunas le hacían reír. Una madre escribió diciendo: “Si recibe usted una carta de mi niño de nueve años dándole las gracias por la gorra de baseball que le mandó, le ruego que no le diga que usted no se la mandó”. Explicaba que el niño había perdido tantas gorras, que ella no podía seguir comprándole otras. Como último recurso, le compró una nueva y, diciéndole que Babe Ruth se la había mandado, le bordó su nombre. El niño creía que la gorra bordada era cosa poco varonil, y además no la creía. Ella respondió diciendo:

-Está bien, escríbele a Babe y pregúntale.

Babe río a carcajadas. No esperó que escribiera el muchacho. Dictó una carta diciendo:

“Espero que hayas recibido la gorra que te mandé. Le dije a tu mamá que le pusiera tu nombre. ¡Úsala! ¡Y no la pierdas!

Una de las cartas más emocionantes era de un preso en una penitenciaria del Estado que había estado en la St, Mary´s Industrial School con Babe cuando eran niños. La saqué el otro día y volví a leerla:

“… Bueno, ha pasado mucho tiempo desde que el hermano Matthias. El hermano Koska, el hermano Albin, el hermano Benedict y todos los demás buenos hermanos solían hacer entrar la letra en nuestras cabezas… Para refrescar uno pocos recuerdos viejos, George, recuerda el tiempo en que el hermano Sebastián solía pasear por el gran patio, a ver si nos cogía fumando…”

“¿Recuerdas cuando estábamos jugando en el patio y me diste un pelotazo en un ojo? ¿Y cómo el hermano Matthias me echó un rapapolvo por no cogerla?

Qué tiempos aquellos …

Ya ves, George, yo no estoy en tu liga. Cogí por mal camino y terminé detrás de la octava bola con una sentencia de prisión perpetua, de la que llevo ya cumplidos 14 años… pero no hablemos de eso. Como dijo el padre Albin en una carta que me escribió: Ponle unas letras a Babe. Estando como está, enfermo de la garganta pudiera alegrarle…

“Así que, muchacho, mucha suerte. Y aunque soy lo que soy, no me he olvidado de rezar; esto me lo han inculcado allá en St. Mary´s. Así que me acuerdo de ti en mis oraciones con bastante frecuencia, y estoy seguro de que el buen Dios no te dejará de su mano. Tu viejo compañero…”

Babe pensó mucho en aquella carta. Contestó en seguida. Jamás he visto un hombre tan alterado, cuando su carta se cruzó con otra de este hombre. Temía que su carta se hubiese extraviado. No quería que este hombre pensara por un momento que se le habían subido los triunfos a la cabeza. Quería que este hombre supiera lo mucho que apreciaba sus oraciones.

Después de la operación Babe se quedó flaco y desviado. Había perdido más de sesenta libras, pero el dolor desapareció por algún tiempo y era como un muchacho con la nariz pegada a la ventana. Hacía muy mal tiempo aquel invierno, y Babe añoraba la comida casera, el golf, la pesca y el sol de la Florida. La noche que lo trajimos del French Hospital, los De Rose y dos o tres amigos más vinieron a casa. Y le dimos una comida de bienvenida. Teníamos el radio puesto y, durante la comida, un comentarista empezó a hablar del regreso de Babe a casa. Habló de su mucha pérdida de peso y de su debilidad. El tono era tan pesimista, que de sus palabras se desprendía que el recio y animoso Babe que todos amábamos estaba terminado. Nos dimos cuenta de que Babe, escuchando al comentarista, se sintió alterado, aunque trató de no darlo a entender. Pero May no le dio ocasión de ponerse triste.

-Yo voy a arreglar eso – dijo ella, y pasó al cuarto siguiente a telefonear a la WOR. Habló a la planta de la recepción y de lo que Babe había comido. Babe permaneció de pie hasta las once, esperando la transmisión. Según el locutor iba enumerando lo que Babe había comido -jamón, piña, boniato, ensalada y mucho más-la sonrisa de Babe se iba abriendo. Cuando hubo concluido, como un muchacho travieso, se fue a la cocina y se sirvió otra lasca de jamón.

Tan pronto como pudo hacer el viaje fuimos a la Florida. Babe salió de pesca con Ray Kilthau. Jugó al golf. Su maravillosa constitución todavía respondía, pero fue algo terrible ver su rostro de piedra la primera vez que dio un batazo a una pelota y no la lanzó sino a unos pocos metros.

El invierno siguiente en la Florida, fue todavía peor, pero Babe seguía activo. Hacía lo mejor que podía. Nuestros amigos lo rodeaban de cariño, y yo creo que eso era más fuerte que su dolor y que su decaimiento. May y Peter y desde luego el enfermero de Babe, Frank, vinieron con nosotros. Paul Carey y Melvyn están allí, y también uno o dos amigos más. Fue entonces cuando Babe empezó las bromas a Paul y a Frank acerca de su “celebridad”. Empezó inocentemente cuando Babe, acompañado por Frank y Paul, habló a unos niños que estaba festejando el Club de los Optimistas. Después, el maestro de ceremonias dijo:

-Quiero que conozcan otras celebridades de New York- y presentó a Paul y Frank.

Cuando volvieron a la villa aquella noche, Babe me llamó

-¡Eh, Claire! ¿Qué te parece? ¡Paul y Frank son un par de celebridades!

No fue un gran incidente; pero Babe jamás les dejó olvidarla.

En California, ese año, Paul y los Lowenstein estuvieron con nosotros. Los hombres iban con Babe a todas partes, a estudios donde Babe consultaba con los actores y el director, al Hospital Infantil donde autografiaba pelotas y hablaba con los niños enfermos. Se quedaban con él a primeras horas de la noche cuando Babe estaba exhausto y lleno de dolor y no podía dormir. No queríamos que Babe tuviera un momento de soledad. No queríamos que tuviera tiempo de cavilar. Y aunque cada vez estaba más débil y más enfermo, jamás dejó de bromear y de hacer travesuras.

A veces yo me preguntaba si Babe percibiendo nuestra preocupación, no estaría haciendo eso para alegrarnos.

No tengo que describir como nos sentimos todos cuando Babe fue finalmente al Memorial Hospital el 24 de junio de 1948. Ninguno de nosotros tenía deseos de reír ni bromear, ni mucho menos, pero dejamos que Babe diera la tónica. Si él tenía voluntad para seguir, nosotros debíamos seguir la corriente.

Aquellas siete semanas finales fueron medio circo y medio pesadilla. Todos los días antes de que viniera May a hablar con Babe de la correspondencia, llamaba a todos sus amigos y recogía una nueva hornada de chistes. Se sentaban allí, cambiando anécdotas, tratando de superar unos a otros. Yo sé cómo se sentía May, escuchando y riendo y comportándose de la manera más normal del mundo, mientras Babe trataba de modular las palabras con su ya perdida voz. Si hay premios para grandes “performancias” teatrales, May es la actriz que debió recibirlos todo aquel año.

Charlie Schwepel, Melvyn y Paul y desde luego, mi hija (también hija adoptiva de Babe), íbamos casi todos los días. Le llevaban caricaturas y fotos cómicas y Babe los mandaba poner en la pared para divertir a los médicos y las enfermeras cuando entraran. Por entonces se había establecido la Babe Ruth Foundation y Babe quería seguir personalmente los acontecimientos. Apenas podía hablar, pero hasta el último momento quiso estar al tanto de los planes para ayudar a los niños.

Seguía llegando la correspondencia. Babe seguía escuchando los programas. Muchas veces, estoy segura, sentía demasiado dolor para seguirlos, pero insistía en sintonizarlos. Creo que ese era uno de los modos por los cuales trataba de mantenerse en contacto con la vida y con su propio yo anterior. También seguía firmando autógrafos. Jamás nos permitía usar un cuño de goma. Nosotros respetábamos sus deseos, aunque sabíamos que estaba exigiendo demasiado a sus fuerzas. Después de su muerte fotografiamos una foto que él había autografiado y mandamos miles de copias a los niños. En sus últimos días, Babe también resolvió un misterio, probando al mismo tiempo que era capaz de recordar un nombre.

Durante más de 20 años, cada vez que Babe estaba en New York, uno de sus fieles fanáticos le había venido trayendo mantecado regularmente. Se presentaba en la casa de apartamentos y lo dejaba al portero. A veces lo llevaba a Babe a su cuarto de vestir después de un juego. Cuando Babe estaba en el French Hospital se lo llevó allí, y ahora, cada cuatro o cinco días, se presentaba en el Memorial con un par de litros de mantecado. Había venido a ser para todos nosotros una figura familiar. Casi todos habíamos hablado con él de vez en cuando, pero ninguno sabía su nombre. Un día Babe dejó dicho que la próxima vez que viniera lo mandaran a subir. Babe quería darle las gracias. También queríamos preguntarle su nombre.

Bueno… vino el hombre: un hombre amable, de rostro agradable, que pudiera ser mecánico de garaje, chofer de camión, o pequeño comerciante. Es curioso, pero cuando estuvo allí, todo el mundo se sintió demasiado cohibido para preguntarle su nombre después de tantos años. Charló con Babe durante unos minutos, estrechó la mano de los demás y se fue. Después los muchachos se pusieron a descifrar el misterio. Fue Babe, que tenía fama de no recordar jamás un nombre, quien finalmente dio solución:

¡Marty! El viejo amigo Marty- dijo-, recuerdo que guiaba el camión de la leche.

Dieciocho días antes de su muerte, Babe sufrió su primer ataque verdaderamente terrible. El dolor era tan fuerte que la mayor parte del tiempo apenas estaba consciente. Pero todavía era considerado con sus amigos. Ese día, Paul Carey aparecía en una teletransmisión en beneficio de la Babe Ruth Foundation, y Babe insistió en no perdérsela. Poco antes habían traído al cuarto un aparato de televisión con una enorme pantalla. Melvyn se hallaba sentado en la cabecera sujetando la cabeza de Babe para que pudiera ver. 

Era evidente que Babe trataba de centrar su atención en aquel programa. Era igualmente obvio que si logró captar algo fue fragmentario. Tan pronto hubo terminado el programa sonó el teléfono y Melvyn contestó. Babe estaba allí tendido con las manos caídas, los ojos cerrados, pero al oír el teléfono se dio cuenta de que era Paul, preguntando como seguía. Babe hizo señas a Melvyn para que se acercara y susurró:

-Dile que el programa estuvo magnífico.

Era maravilloso como Babe se reponía después de cada recaída. Un día pensábamos que se había rendido realmente. Al otro día, se hallaba sentado en el borde de la cama diciendo chistes, leyendo su correspondencia, preguntando a Paul o Charlie:

– ¿Estaban aquí ayer cuando estuve a punto de estirar la pata?

Una o dos veces miró a Paul y preguntó:

-¿Tú sabes lo que yo tengo, verdad Paul?

Pero cuando Paul afirmó que no sabía nada, Babe ni insistió.

En la noche del 15 de agosto, cuando yo me despedí de Babé, me besó varias veces y dijo:

-No vuelvas mañana, porque no estaré aquí.

Al otro día, el 16 de agosto, Babe estaba muriendo. Pero todavía pudo hacer un chiste. A eso de las dos aquella tarde. Babe estaba semiconsciente. Frank estaba a la derecha de la cama cuando entró Paul: pasó al otro lado de la cama y lo llamó. Babe abrió los ojos miró a Paul, aturdido al principio; luego le sonrío. Luego volviendo la cabeza hacia Frank apuntó con el dedo hacia Paul y dijo con dificultad:

– ¡Celebridad!

A eso de las seis y cuarenta y cinco de la noche, vino May a leerle a Babe un telegrama sobre la Fundación. Al cerrarse la puerta detrás de ella Babe echó las piernas sobre el borde de la cama se incorporó y miró a través de la cama. Los médicos y las enfermeras, al devolverlo a la cama, le preguntaron:

– ¿A dónde vas, Babe?

-Me voy al valle- dijo él.

Fueron sus últimas palabras. Creo que fue el momento de la revelación. Creo que le habría agradado saber que Peter De Rose acaba de registrar un himno con ese título, dedicado a Babe. Después, Babe cayó en un coma. Murió a las ocho y un minuto de esa noche.

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