EL LIBERTADOR GENERAL SAN MARTÍN

Written by Libre Online

26 de julio de 2023

Por FELIX LIZASO (1950)

Hacen bien nuestros pueblos en darles señalada importancia a las fechas que marcan etapas de la democracia y de la libertad en América. Estamos necesitados, urgidos diríamos, de ahondar en las raíces de nuestro pasado, para poner bien en claro el espíritu con que los hombres del siglo XIX lucharon por sacudirse la opresión colonial, en busca de la propia fisonomía, de la propia norma de vida. Por ellos América vio claramente que sólo un clima de libertad y de democracia era adecuado para el desarrollo de su propia vida, y ese fue su ideal, y por él luchó hasta imponerlo y hacerlo resplandecer en toda su vasta extensión de pueblos hermanados por la misma luz y la misma aspiración.

Tal vez haya momentos en que las tiranías que en América sufrimos y hemos sufrido, parezcan las más dispuestas a propiciar celebraciones de héroes que se hubieran avergonzado de ver sus patrias, las patrias que libertaron, gobernadas por usurpadores que han impuesto dictaduras allí donde ellos habían sembrado libertad y justicia. Se ha dado, se está dando, el caso de que los mismos dictadores intenten escudarse tras las grandes figuras a cuya exaltación se dedican, para disfrazarse con el ropaje de su grandeza. 

Nosotros pensamos que eso ha sucedido y sucede aún. Pero que, por encima de tales dolorosos falseamientos, la verdad sigue resplandeciendo inalterablemente, y que tal vez las mentirosas exaltaciones a los hombres ejemplares sirvan para despertar en los pueblos la conciencia del eclipse que en tales momentos sufren de esos mismos principios que sus héroes defendieron con su corazón y con su espada.

Desde los primeros días del año los impresos todos que de la República Argentina nos llegan, traen la referencia a esta conmemoración. Y la cantidad de folletos y libros que día a día salen de sus prensas, hace pensar que apenas queda un aspecto de la vida y la acción del Libertador, que no haya merecido esclarecimientos de sus escritores, desde Sarmiento hasta los más recientes investigadores. Las reediciones son constantes. “La Revista Sanmartiniana”, consagrada desde hace años a ser vehículo de constantes actividades dedicadas a esclarecer o difundir la obra del Libertador, redobla sus esfuerzos.

Pero aclaremos que no de ahora, por ser el Año de su Centenario, se dedican los argentinos a glorificar a su héroe máximo. Es una actitud arraigada desde que, tras un largo olvido, la nación comprendió su injusticia y se dedicó a repararla. 

El Museo Histórico de Buenos Aires se fue enriqueciendo con pertenencias y recuerdos que de todas partes llegaron. De Chile y del Perú, donde se le confirió el título de Protector, donaron reliquias. Y comenzaron los monumentos en todas las ciudades de su patria y de las patrias que ayudó a libertar. No solamente Buenos Aires levanta orgullosa el monumento a San Martín en la plaza del Retiro todas las ciudades, grandes y pequeñas, ostentan con orgullo sus estatuas al libertador. Y aún las poblaciones menores no quieren dejar de ofrecer a sus habitantes la imagen del forjador de la nacionalidad en sus plazas públicas.

La muerte le visita en la larga ausencia, en una casa de Boulogne-sur-Mer, a la que se ha trasladado al deshacerse de su residencia solitaria de Grand-Bourg. La revolución de 1848, y la idea de la proximidad de la muerte, le habían hecho buscar sitio más accesible, en aquella conmoción social que derrumbó el trono de Luis Felipe. Pero en la casa de Gran-Bourg en la que había vivido catorce años había transcurrido la época más feliz de su ostracismo, y la República Argentina quiso tener su réplica. Así se levanta hoy en Buenos Aires ese edificio, rodeado de plazas y jardines, con salas en que se cobijan cuadros y estatuas, armas y uniformes, donde tiene su sede el Instituto Sanmartiniano. Ese es el marco en que se rinden al General San Martín los homenajes de su nación.

Cuando llegó a la cumbre de su carrera, su mirada interior le hizo contemplar un posible cataclismo si no desviaba su camino. Dos hombres extraordinarios tenían en sus manos, en esos momentos, el destino de América. Poner de acuerdo sus aspiraciones resultaba imposible. Esa fue la lección que sacó de la entrevista de Guayaquil. 

Uno tenía que ceder, que eclipsarse, que abandonar definitivamente la escena de la libertad para que esta pudiera consumarse. Vio con claridad en el horizonte de los humanos avatares, y sintió que la fuerza de Bolívar, su ímpetu indomable, estaban llamados a terminar la obra de la Libertad americana. Su decisión fue tan sobrehumana, que sus mismos conciudadanos no pudieron comprenderla. Sin embargo, la lectura de sus escritos nos lo presenta en esa insobornable predisposición a darse, a no pensar en sí, a la renuncia de cuanto no sea sustancial para la dignidad.

Hombre de amor llamaríamos a San Martín, y en esto lo sentimos emparentado con nuestro José Martí. Como éste, no siente odio a España, aunque combate su régimen de tiranía y su política de opresión en América. Y en ambos es semejante la concepción de la guerra. Hasta en su testamento resalta que San Martín ha mantenido siempre su devoción a las glorias españolas. 

El más puro de los héroes, se le ha llamado. El acierto de este título lo compartimos, y cada vez se extiende más esa interpretación. No hay quien, leyendo sus escritos, pueda pensar que premeditó actitudes, que buscó el propio beneficio, que tuvo desmedido concepto de sí mismo, que sobrepuso su interés o su vanidad al interés de la patria americana. Porque hay que advertir que San Martín no desenvainó se espada y cruzó los Andes en la más sorprendente e insuperable hazaña para darle libertad a su patria, si no para libertar la América. 

Así aparecen consignado una y otra vez en documentos salidos de su pluma. Cuando ha formado y disciplinado el pequeño ejército que de Mendosa cruzará Los Andes, para caer sobre Chile y acabar allí con los godos, está pensando en la segunda etapa, que sería saltar sobre Lima, porque “hasta que no estemos sobre Lima, la guerra no se acabará”. Piensa en Chile como en el pueblo “capaz de fijar la suerte de la revolución”. 

Sufrió y trabajó sin descanso para alcanzar la realización de sus planes porque “cuesta mucho a los hombres de bien la libertad de su país”. Era que San Martín no luchaba sólo contra el godo enemigo, sino contra un enemigo mucho más temible: la envidia y la incomprensión. Tendrá que ir deshaciendo intrigas desechando acusaciones, sobreponiéndose a las asechanzas de los enemigos declarados o encubiertos, con que chocan siempre los mejores designios “Todo esto es necesario que sufra un hombre público para que esta nave llegue a puerto”. Pero como sabe que tales obstáculos han de surgir y han de ser vencidos, no se amedranta ante ellos, sino que toma nuevas fuerzas de las dificultades, y está dispuesto a los mayores sacrificios, “No es suficiente el sacrificio de nuestra fortuna, es preciso doblar nuestro sosiego, nuestra existencia misma”.

Era el héroe de las batallas, pero también el héroe de la voluntad y del designio. Se templó en el crisol propio, fundiéndose como columna que representaba las fuerzas morales necesarias para combatir y vencer, para vencer de sí mismo, de las tentaciones humanas.

Si; sobriedad fue su mejor escuela y su mejor aliada. Sólo un sincero desinterés, un desprendimiento a toda prueba, una sobriedad que es la esencia de su misma vida, explican sus trascendentales decisiones, tomadas con inverosímil sentido de humildad. Sobriedad, humildad. Su orgullo estaba cifrado en haber sido útil a su patria y a la América, en haber llevado su determinación de servicio hasta sacrificar su misma posición encumbrada, sin un titubeo, sin un arrepentimiento. Está siempre dispuesto a dejar el sitio y el camino para que otros lo ocupen. Pero su existencia toda la sostiene una idea suprema: daría, si es preciso, su vida en bien de la república y en favor de la libertad.

No admite mayores recompensas que las que estrictamente requiere para su vida sencilla y frugal. Pide un pedazo de tierra para cultivarla con sus manos, un pedazo de tierra que no vale más de doscientos pesos, de que no dispone, y cuando se le otorga, lo cede para que se reparta entre aquellos soldados que más se distingan en la batalla. Sueña siempre con el retiro, alejado de los asuntos políticos que le traen a la mente las ambiciones de los hombres que han hecho derramar sangre de hermanos. Le horroriza participar en esas luchas de partido y verse obligado a ser instrumento de persecución y crímenes. No querría ser “agente del furor de pasiones exaltadas, que no consultan otro principio que el de la venganza”.

Su renuncia esta siempre presta, tanto como ha estado su espada dispuesta a pelear por las nobles causas que ha defendido. Sólo ansia poder vivir en tranquilidad y morir en un rincón de su patria. Si me dejan tranquilo y gozar de la vida, sentaré mi cuartel general un año en la costa del Paraná porque me gusta mucho, y otro en Mendoza, hasta que la edad me prive de viajar; pero si no quieren dejarme gozar del sosiego que apetezco, pues yo no pido otro sueldo ni recompensa… por premio de los servicios que creo haber prestado a la América si, como iba diciendo, no me quieren dejar vivir en tranquilidad venderé lo que tengo y me vendré a morir a un rincón de esta y les quedará el consuelo a mis enemigos de haber acibarado los últimos días de mi vejez.

 Había concebido una “espantosa aversión a todo mando político”. No podía borrar de su memoria que se le habían aplicado los horrorosos títulos de ladrón y ambicioso porque “no hay filosofía capaz de mirar con indiferencia la calumnia”, aunque si había sabido perdonarla.

“No, el general San Martín jamás derramará la sangre de sus compatriotas, y solo desenvainará la espada contra los enemigos de la independencia de Suramérica”.

La frugalidad de su vida la retrata él en algunas de las páginas que escribió a sus amigos. Y cuando nos da testimonio de su vida apacible y sencilla, lo hace con íntimo regocijo, como si todo lo externo y aparatoso le fuera indiferente. Más aún, sabemos por interpretación de su carácter que sentía hostilidad hacia lo banal y mundano. Se le ve que prefiere el aislamiento, la vida morigerada, los placeres sencillos, la convivencia con la naturaleza. 

A medianoche, cuando todo era animación en la recepción que le ofrece Bolívar se aburre extremadamente y se despide en el momento de mayor esplendor de la fiesta, para volver a su soledad, a cumplir los designios que se había impuesto. Pudo vivir en París, o en cualquiera de las grandes capitales de Europa, durante sus largos años de destierro voluntario. 

Prefirió la casa retirada de Grand Bourg donde su soledad se hacía más íntima, más propia, envolviéndose en sus recuerdos y en sus amores: el amor de su hija, el amor a los recuerdos, el amor a la lejanía de todo contacto impuro. Un viajero amigo, que una vez había pasado por el camino cercano a la casa de San Martín, me decía del profundo aislamiento, de la soledad de aquel retiro, que hacía pensar en el espíritu fuerte que pasó allí largos años de ostracismo. Pero él se sentía feliz alejado del tumulto, sobre todo de las ambiciones. 

Veamos cómo nos describe uno de esos retiros suyos: “En cuanto a mí, sólo le diré que paso en la opinión de estas gentes por un verdadero cuáquero; no veo ni trato a persona viviente, porque de resultas de la revolución he tomado un tedio a los hombres. Vivo en una casita de campo, a tres cuadras de la ciudad, en compañía de mi hermano Justo. Ocupo mis mañanas en la cultura de un pequeño jardín y en mi taller de carpintería; por las tardes salgo y paseo y las noches en la lectura de algunos libros alegres y papeles públicos: he aquí mi vida”.

Esa vida no era un sacrificio para el héroe, sino un contentamiento. No era vida ociosa tampoco la suya; siempre en actividad, ni siquiera permitía que le arreglaran su ropa o se le aliviara en otros cuidados personales. Él mismo dijo que su genio lo llevaba a la tierra, que quería ser labrador, al dejar su larga carrera de las armas. Labrar las tierras le producía una verdadera felicidad. Al amigo le escribe, después de haberle descrito la vida que lleva: “Usted dirá que soy feliz.  Si, amigo mío, verdaderamente lo soy. A pesar de esto creerá usted si le aseguro que mi alma encuentra un vacío que existe en la misma felicidad. ¿Y sabe cuál es? El de no estar en Mendoza”.

El héroe tuvo un doble heroísmo: el heroísmo de su espada libertadora, pues nadie la superó en su designio de dar la libertad a los pueblos de América, y el heroísmo de una vida ejemplar, digna de un hombre hermosamente sencillo y puro. Un hombre solar, que siempre sintió su conciencia iluminada por el sol del mundo moral. De aquel heroísmo de la espada, en todos los rincones de la América resuena el eco. 

De su heroísmo moral se ha tejido ya un manto de verdades relucientes más hermoso aún si cabe, porque con él se cubre el héroe a la posteridad.

Esa es la nueva vigencia que alcanza San Martín. Las leyendas de sus heroísmos ganan nuevos reflejos a la luz de aquella armoniosa sencillez y grandiosa entereza a un mismo tiempo. Así, su abdicación ha podido ser comparada con la de otras grandes figuras de la historia para considerarla superior a ellas, porque no fue la abdicación de una preeminencia, sino de un destino. Y la irrevocable decisión la toma solo ante su conciencia, en bien de la libertad de América. Ese fue el sublime sacrificio que en su tiempo no se comprendió, que en vano han tratado de desfigurar, y que se explica cumplidamente, si comprendemos la rectitud y el desinterés que presidieron aquella vida.

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