Desde hace años, al llegar a Estados Unidos, llevo los apellidos de mi esposo Raúl Tápanes Estrella.
Mis apellidos de soltera eran Miranda Mendoza, o sea, los que tenía de mis padres que fueron: Andrés Miranda Sánchez y Sahara Mendoza Villa, y que era lo que marcaba la ley en Cuba, mi país de origen.
No puedo seguir adelante sin decir que mi madre fue una mujer intachable y una madre amantísima, como no existe otra, pero por las circunstancias de la época en que vivíamos, mi padre era quien más decidía las cosas de la casa, incluyendo la crianza de mis hermanas y mía.
Mis hermanas y yo le decíamos Tatá a mi padre, y he titulado así este escrito porque era alguien muy especial para toda la familia, pero muy particularmente para mí y para mis hermanas Eneida y Xiomara.
Tatá era empleado del Central Hershey y Secretario de Organización del Sindicato de dicho Central, situado en la provincia de La Habana, Cuba.
Hershey estaba catalogado como el central azucarero más moderno de Cuba, y mantenía lo que se denominaba como su “Batey”, o sea, sus alrededores muy bien cuidados, incluyendo un Campo de Golf con una pulcritud increíble.
Vivíamos en un pequeño pueblo llamado “La Sierra”, que era el más próximo al central. La mayoría de los empleados de Hershey vivían en los pueblos cercanos: Santa Cruz del Norte, Jibacoa, San Antonio de Río Blanco, y La Sierra, desde luego.
Tatá era un hombre de bastante estatura. Yo diría que más de 6 pies. Nunca nos pegó con un cinturón o con las manos, pero se hacía respetar cuando era necesario. En nuestra casa él situó tres sillas, en las cuales debía sentarse cada una de nosotras determinado tiempo, cuando hacíamos una majadería que lo mereciera, cosa que ahora, después de mayores, agradecemos, ya que los niños deben de aprender a hacer lo correcto. Fueron pocas las veces que tuvimos que cumplir esas pequeñas penitencias.
Todos los recuerdos que tengo de Tatá son muy gratos. Hasta que tuve 19 años vivimos allí, en La Sierra, en una casa que él fabricó que parecía una fortaleza. La construcción era de bloques, pero reforzada con cemento y cabillas como no había otra en aquel pueblo.
Al poco tiempo nos mudamos para la ciudad de Matanzas a pesar de que eso era un inconveniente para mi padre, porque tenía que viajar todos los días a su trabajo en el Central, y era una hora de viaje en el tren.
Mucho después, cuando tuve más edad, pude comprender que Tatá había hecho ese sacrificio por nosotras. Mi hermana Xiomara terminó sus estudios en Matanzas para convertirse en peluquera, y Eneida, mi otra hermana y yo continuamos los estudios, ella en el Instituto de Segunda Enseñanza y yo en la Escuela Profesional de Comercio y en el Instituto Mercurio.
De pequeñas, Tatá nos llevaba a la peluquería, a las grandes tiendas de La Habana: Fin de Siglo, El Encanto, Sears… y a cuanto acontecimiento podía que nos llamara la atención con aquella edad que teníamos.
Recuerdo que una vez nos llevó a La Habana a la celebración de un 1ro. de Mayo, Día de los Trabajadores en Cuba, y llevamos un pequeño saco de azúcar con el nombre de Central Hershey.
Aquello no lo olvido porque me sentí muy bien al representar el lugar de trabajo de mi padre.
La preocupación de Tatá por nosotras no tenía límites. Recuerdo que en la Tienda Mixta del Central mis hermanas y yo teníamos un carnet que nos identificaba para obtener lo que nos hiciera falta: artículos de vestir, medicinas, alimentos, a nuestro antojo, y sin límites. Jamás nos dijo que habíamos comprado mucho. Hasta tengo muy presente el número. Era el 1704. Sólo había que decirlo.
Recuerdo que Tatá tenía discusiones con algunos de nuestros profesores, ya que constantemente se interesaba por nuestros avances en los estudios, y eso molestaba a algunos de ellos.
No se aparta de mi mente que en tono de broma, debido a que yo siempre fui muy delgada, Tatá me decía: “Mi hija, la gorda”.
Teníamos con compañero de estudios, llamado Mario, que era muy inteligente, y Tatá le encargó que nos sacara de cualquier duda. Cada un tiempo, con bastante frecuencia, le preguntaba a Mario, si veía algún progreso en nuestro aprendizaje, y él le decía: “Andrés, todo perfecto”.
Tuve una compañera de estudios y muy buena amiga, Mirtha, que siempre me dice: “Padre como el tuyo no hay otro igual”.
Estoy muy segura de que Dios tiene a Tatá en La Gloria.
Edith Tápanes Estrella
Miami, Fl.
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