Era yo muy joven cuando escuché por primera vez este himno en una iglesia en la que estaba de visita: “Firmes y adelante, huestes de la fe, sin temor alguno que Jesús nos ve. Jefe soberano, Cristo al frente va y la regia enseña tremolando está”. Han pasado decenas de años y estas palabras me han fortalecido en situaciones dramáticas de mi vida, que naturalmente en el ejercicio de mi tarea pastoral han sido frecuentes.
Viene a mi mente una trágica historia. El día de San Valentín (1884) fue un día de insoportable tragedia para el asambleísta Theodore Roosevelt, quien fuera nuestro vigésimo sexto presidente. En aquel día su madre, Martha Bullock Roosevelt murió de fiebre tifoidea y su esposa, Alice Lee murió de nefritis crónica. Dos carrozas fúnebres desfilaron por la quinta avenida hacia la iglesia presbiteriana para los servicios fúnebres. Roosevelt fue marcado para siempre por esa sin igual y cruel tragedia.
Pudiéramos seguir hablando de dramáticos sucesos que han colocado señales de luto en mi vida; pero sé que cada persona lleva en su corazón las marcas de sus propias tragedias y no quiero provocar lágrimas ajenas en rostros distantes.
Voy, sin embargo, a mencionar mi más reciente prueba, y me refiero al inesperado final de la vida del formidable amigo Demetrio Pérez, Jr. Yo había decidido concluir con mi presencia en LIBRE, basándome en mi edad de más de 95 años; pero he preferido seguir ocupando esta tribuna a lo largo del espacio que me lo permita Dios.
Vamos a explorar cómo podemos enfrentarnos valientemente a las calamidades que debemos enfrentar como carga normal de la vida de nuestra vida de una clara referencia a la vida que existe más allá de esta que estamos gastando de día en día.
La vida es una sugestiva sucesión. Empieza con nuestras lágrimas y se desarrolla después en el disfrute de la felicidad. Habrá tramos de dolor, pero abundarán los largos momentos de gozo y alegrías. Mary A. Sullivan dijo que “aunque un hombre sea débil, la alegría lo hace fuerte”. Hay que saber disfrutar de la felicidad sin desórdenes innecesarios ni exageraciones superfluas.
La felicidad hay que disfrutarla en sana plenitud, antes de que se nos intercalen en el camino penas y tristezas. Sabemos que tratar de enseñar a otros como ser felices es tarea inoperante, pero debemos insistir en que hay que estar preparados para enfrentarnos al camino, largo o corto que nos espera, con una sonrisa de alegría o a una lágrima de dolor. No sabemos inesperadamente lo que nos espera.
La vida es un interesante misterio que debemos descifrar con actitudes de satisfacción. “El hombre es un aprendiz, y el dolor es su maestro”, leímos en alguna parte. Ciertamente cuando tenemos de todo y la dicha es nuestro uniforme vivimos sin darle importancia a la vida; pero cuando el dolor hiere nuestra piel y la angustia se nos siembra en el corazón nos tornamos heridos y buscamos el consuelo. La solución es que debemos estar preparados para enfrentarnos con ánimo de vencedores a la hora dolorosa de los quebrantos, y estemos, al mismo tiempo, listos para el abrazo de la felicidad y el grato tramo de las risas y los regalos.
Yo he tenido que bregar con la triste hora de la tragedia. Algo que ciertamente nos produce una honda herida en el corazón es la muerte de un niño y la de un joven a quien lleguen las grises horas que le arrebaten la vida. Junto a la familia de esas personas son más amargas las palabras y más evasivo el consuelo. En cuanto al niño, no olvido a la joven madre que perdió a su precioso niño cuando se acercaba a su primer año de nacido. Dos casos que son muy difíciles de manejar. Es enfrentarse desesperadamente a preguntas cuyas respuestas nos quedan estrechas, a pesar de las palabras y las oraciones de consuelo que nunca faltan. El joven tenía veinte años de edad.
Dedicamos horas incontables para fortalecer espiritualmente a sus padre con visitas semanales. Una tarde tocamos a la puerta del hogar y un vecino nos dijo que habían venido a su casa con todos los muebles dentro y se fueron sin despedirse. La escapatoria del escenario es para muchos una manera de dejar detrás las lágrimas.
En el caso de Eunice, la madre inconsolable, mi esposa y yo compartimos este breve pensamiento con ella: “morir no es finalizar, es la mañana suprema”. Le hablamos de una joven madre cubana que había llegado con dos hijitos a Estados Unidos y no tenía un techo bajo el cual protegerse. Unos días después la instalaron en una pequeña habitación del gobierno, pero sin muebles.
De milagrosa manera se nos ocurrió sugerirle a Eunice que compartiera con los dos pequeños parte de las cosas que pertenecían a su pequeño hijo alojado en los brazos de Dios. Lo hizo con una sorprendente generosidad, ambas se hicieron muy estrechas amigas y Eunice fue disolviendo poco a poco una tristeza, que siendo de amor nunca se acaba.
Tomar la decisión de compartir nuestros bienes con personas que necesitan de nosotros es alarga nuestra dormida bondad. El duelo no debe ser amargura que nos domine, sino fuerza que nos eleva.
“Señor, concédeme serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar, fortaleza para cambiar lo que soy capaz de cambiar y sabiduría para entender la diferencia.” Reinhold Nieburhr.
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