Por J. A .Albertini, Especial para LIBRE
Silencio
Los pájaros se han dormido
y un quedo rumor de hojas
anuncia un viento vencido.
Sylvia Landa.
Del poemario Mar de adentro.
Habían venido desde la otra orilla del mar para contraer matrimonio en la modesta y pequeña iglesia de la aldea gallega en la que los padres de él, al filo de un siglo de distancia, un día de diciembre, poco antes de navidad, unieron sus vidas para después tomar un barco y partir rumbo a la Isla Prodigiosa de América donde, según narraciones de viajeros y marinos, los doblones de oro se conseguían como frutas de temporada.
No, Emeterio y Jacinta no encontraron doblones de oro. De hecho nunca vieron ninguno. Sin embargo, cultivando la tierra de sol a sol y fomentando la cría de animales domésticos lograron, a lo largo de los años, obtener cosechas y ganancias económicas que les permitieron alimentar, vestir y educar a los cuatro hijos, dos varones y dos hembras, que nacieron en la Isla Prodigiosa.
De eso hacía mucho; pero mucho tiempo. Y hoy con ochenta años cumplidos, viudo, con hijos y tres bisnietos, Jacinto, el nombre se lo pusieron en honor a la madre y por ser el primogénito, se casaba en segundas nupcias el mismo día y a la misma hora, de invierno crepuscular, en que sus progenitores consumaron el séptimo sacramento católico.
Sí, Jacinto desde joven había acariciado el sueño, al margen de los hermanos, que cuando llegara a su vida la compañera ideal desandaría, junto a ella, el camino de los mayores, para en tributo de amor y admiración agradecer y reconocer todo lo que la pareja de emigrantes campesinos y semianalfabetos hizo por el bienestar de la familia que les nació en la Isla Prodigiosa. Pero no pudo ser. Al iniciar el noviazgo con Florinda le contó, lleno de entusiasmo, sobre el proyecto de unir su destino con la mujer amada en el mismo sitio donde lo hicieron sus padres. Florinda se mostró encantada con la idea pero, mujer práctica, al fin le hizo ver que no disponían de suficientes recursos como para hacer un dispendio de esa envergadura: Primero, dada nuestra realidad, tenemos que pensar en una boda modesta y en hallar un hogar apropiado. Súmale a eso gastos de muebles, rentas y…. Y los y de Florinda fueron tan contundentes que Jacinto pospuso el enlace apetecido para un futuro carente de fecha: Bueno, no hay apuro. En cuanto podamos viajamos a la aldea de los viejos y allí, en la iglesita, renovaremos los votos matrimoniales.
El tiempo fue pasando. La prole comenzó a llegar y Jacinto en vez de alejarse del proyecto cada día lo engalanaba con bríos renovados. Algunas noches, en el lecho nupcial, antes de ser rendido por el sueño, lo compartía con la cariñosa Florinda que lo escuchaba sonriente y silenciosa hasta sucumbir al cambio de respiración que se adentra en el reposo inconsciente.
Quien siempre supo del propósito y nunca dejo de alentarlo fue Ulises, amigo inseparable desde la educación primaria y luego padrino de su boda con Florinda. Situación que se repitió cuando Ulises desposó a Artemisa. Luego, los matrimonios, por el misterio del bautismo, también se convirtieron en compadres, cuando las parejas alumbraron a los primeros herederos.
Ambas familias moraban en viviendas cercanas y se reunían frecuentemente para compartir alegrías y apoyarse en las contingencias desagradables o adversas, inherentes al devenir de la existencia. Los hijos de unos y otros se criaron llamándose primos y asistieron a las mismas escuelas. Ya mayores, Selena, retoño de Jacinto y Florinda se casó con Eutimio, vástago de Ulises y Artemisa.
Emeterio y Jacinta con el paso de los años, por cuestiones de edad, rodeados del amor de la estirpe isleña fallecieron sucesivamente, en menos de un año. Lúcidos hasta el final, con agrado escucharon a Jacinto convertir su deseo en promesa formal de despedida: Iré a la tierra de ustedes y allí frente al altar donde se juraron amor eterno reviviré, con Florinda, el principio que gestó nuestra familia.
(Continuará la semana próxima)
0 comentarios