CAP. VI DE XXXII
El coronel cerró el archivo y volvió a posar sus duros ojos en los míos. Eran de un azul tan glauco que impresionaba, como los de un perro esquimal; ojos de lobo. Resistí la tentación de desviar la vista mientras intentaba convencerme a mí mismo de que por nada del mundo oiría este hombre de mis labios lo que había hecho yo en Granada.
─¿Qué, exactamente, fue lo que hizo usted allí, eh? ─Insistió.
─Disculpe, coronel, pero no me encuentro en libertad de divulgarlo; es confidencial. Digo, podría decírselo, claro, pero después tendría que matarlo.
Fue un momento en que la tensión entre nosotros alcanzó su punto cumbre. Vi como su rostro de mentón cuadrado y duros rasgos se tornaba muy serio de repente; mortalmente serio. ─¿De veras lo haría usted, sargento?
─¿Qué, decírselo?
─No; matarme.
─Claro que sí, señor, delo por hecho ─le aseguré y me vi forzado a tragar en seco, pero al menos no me tembló la voz.
Fue a raíz de mi contesta que las cosas comenzaron a ponerse interesantes, el coronel sonrió enigmáticamente.
─Justo lo que esperaba oír ─confesó con cierto aire triunfal─. Entonces es eso lo que hacía en Granada, ¿verdad? Matar a sangre fría.
Por un momento todo se trocó en mi cabeza. El pasado retornó de golpe detonado por aquellas imágenes que nunca he logrado borrar… La jungla a mi alrededor y yo moviéndome, ataviado con un traje camuflado y aferrándome al «Haskins» de calibre 50 con la poderosa mirilla telescópica… Después volví a escuchar en mi mente el retumbar de los disparos y el silencio sordo de los objetivos humanos al caer fulminados de un balazo en la cabeza… Tuve que parpadear para obligarme a retornar al presente y comprobé que aquel hombre me estaba observando intensamente, sin perder el más mínimo detalle de mi reacción.
─¿Fue eso lo que hizo en Granada, cierto? ─Volvió a la carga.
Pero yo puedo ser tan testarudo como el que más y ya he dicho que me había empeñado en no admitirlo.
─Si no está en mi expediente, coronel, es porque no ocurrió ─y lo dije con firmeza, vaya, para hacer constar que la conversación había tocado fin.
Asintió con la cabeza, yo diría que aprobadoramente, pero abandonó su silla y caminó hacia mí ─Aunque usted no lo crea, hijo, estoy muy al tanto de lo miserable que es su vida, estancado aquí en Fort Benning. Extraña la acción, ¿no?
Al menos tuvo la decencia de no esperar que respondiera; regresó al escritorio y nuevamente ocupó su
silla. Entonces levantó el índice de su diestra y me apuntó con él.
─Yo sé, exactamente, qué hizo usted en Granada porque fui yo, escúcheme bien, quien planeó todas sus misiones. Fueron once en total, sargento, once muertes confirmadas y todas ejecutadas de un disparo en la cabeza a no menos de quinientos
metros de distancia.
El coronel se mordió el labio
inferior y alzó las cejas para enfatizar sus palabras. Devolvió mi expediente a la gaveta y después se arrellanó en la silla.
─¿Está usted al tanto del balance estratégico en Europa? ─Inquirió espontáneamente, cambiando el tema sin avisar.
─No más que el ciudadano promedio, pero si se está refiriendo usted al lío que han armado los soviéticos ante el despliegue de nuestros «Pershing», en Alemania, le diré que sí; he leído algo en la prensa.
─A eso mismito me refiero.
─Sé que han respondido echando al mar un gran número de submarinos armados con cohetes nucleares.
─Correcto; pero ambos estamos reunidos aquí hoy no tanto por los submarinos como por otras medidas que han tomado. Bueno, por una en particular: la activación del «Colmillo atómico».
─Le confieso que no tengo la menor idea sobre lo que pueda ser.
─Muy pocos la tienen. Es un secreto de Estado, sabe. ─¿Para qué hablarme de ello, entonces?
El coronel suspiró, pero ignoró mi lógica pregunta.
─Después de que nuestras agencias de Inteligencia descubrieran la existencia de la división «Colmillo atómico» de la KGB, nadie en Washington ha vuelto a dormir bien.
─Vamos, coronel, no irá a decirme que los gigantes del Potomac no tienen un arma capaz de neutralizar esta nueva amenaza… Nuevamente me ignoró, interrumpiéndome sin escrúpulos.
─Me han separado del Ejército. Ahora estoy oficialmente «retirado», pero me hallo en el proceso de reclutar al personal adecuado para formar y dirigir una cuadrilla fantasma de asesinos profesionales. Si se nos une, sargento, y aprueba usted el curso de adiestramiento selectivo como es lógico, jamás tendrá que volver a vestir de uniforme ni llevar la bandera al hombro como lo hace un soldado. La llevará sólo en su mente y en su corazón, y trabajará usted única y exclusivamente bajo mis órdenes.
─¿Pertenece usted a la CIA? ─Inquirí, pero él respondió negándolo con la cabeza.
─Nada más lejos, hijo; formamos parte de la contrainteligencia doméstica… Mire, Coonan, estamos hablando de eliminar la oposición en suelo patrio antes de que esos canallas tengan la oportunidad de hacernos daño. Pero es un trabajo que requiere eficacia y precisión ─remató guiñándome un ojo─, ¿va captando el cuadro, sargento?
─Sí, señor.
─Lo celebro. Quiero que piense detenidamente sobre la proposición que le he hecho. Pronto volveremos a vernos las caras, Mr. Coonan; téngame una respuesta lista para entonces.
0 comentarios