(Parte XIII de XX)
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Dalia, al descuido, revolvió las macuquinas de uno de los arcones. Sumergió la mano derecha hasta el fondo y tocó un objeto. Lo extrajo y resultó ser una botella de barro opaco, toponeada con cera.
— ¡Sí hay, y parece que no es agua! —prorrumpió.
Evelio fue a su lado. Le arrebató la botella y dijo.
—Espero que no contenga veneno.
Con la punta de una cuchilla de bolsillo retiro la cera y trató de extraer un tapón de material desconocido que se deshizo. Algunas partículas cayeron fuera, otras se escurrieron al interior del recipiente. Con cautela, observado por Dalia, olfateó el contenido.
— ¡Que me maten si esto no es aguardiente!
—Pruébalo…
—Con calma, que podría estar envenenado. —Cauto, llevó a los labios el pico de la botella. Tomó un sorbo. Lo paladeó y dejó que el líquido, despacio, se escurriera a la garganta. — ¡Aguardiente!, no de caña, sino de uva. ¡Magnífico aguardiente de uva! —Evelio con el impulso del licor, siguiendo una corazonada, registró los baúles restantes y en lo hondo de todos encontró una o dos botellas de aguardiente. — ¡Este don Maximino fue un tipo de cuidado!
En el exterior disparos y blasfemias decrecían.
—Nos queda una noche o más de espera. No debemos salir, sin precauciones, hasta que pase un buen rato de silencio. Nunca se sabe… —Dalia, prestando oídos, valoró.
Evelio repitió el trago y le recordó.
— Es tu turno. Cuéntame de ti y cómo llegaste a Puertas Abiertas. ¡Date un aguardiente!
La mujer sonrió, atrapó la botella que le ofrecían y a pico, echando la cabeza hacia atrás, ingirió un buche largo.
— ¡La monjita se las trae…! Quédate con la botella.
—Te dije que no soy monja —rectificó, con la voz enronquecida por el alcohol.
Evelio abrió otra para sí y volvió a sentarse encima de los lingotes de oro.
—Soy todo oído…
—Nos haría falta algo de comida —quejosa terció. Libó de nuevo e inició su historia…
Adelardo, derrumbado el patíbulo, luchó por sobrevivir y fue testigo impotente de como la barahúnda de agua y lodo engulló la escena previa y arrancó a la compañera de su lado. De alguna manera no revelada, en su escape increíble no se detuvo hasta llegar al oriente de la Isla. En las inmediaciones de Santiago de Cuba, entró en contacto con franceses y descendientes, cultivadores de café, que escapando de la revolución haitiana se habían asentado en el territorio. Con ellos aprendió de la siembra, cuidado y comercialización del cafeto. Adelardo era avispado y con alguien que lo alfabetizó aprendió lo suficiente de letras y números como para desenvolverse en el mundo de los negocios. Era tan listo y laborioso que monsieur Loran, propietario de la plantación en la que trabajaba, se fijó en él y en arriendo le otorgó una parcela de tierra. Adelardo la hizo producir al máximo, llegando sus granos a ser muy cotizados en el mercado local. Loran de una relación extramarital, con una mulata de madre haitiana y padre francés, tuvo una hija a la que nombraron Davina. Como siempre pasa en estos casos, monsieur Loran no reconoció a la pequeña pero le proporcionó una educación aceptable. Siendo Davina adolescente la madre murió y el padre, preocupado por su porvenir, pero evitando que su esposa e hijos legítimos se enterasen del parentesco, para alejarla, le concedió una pequeña dote y la casó con Adelardo, que por entonces era un próspero agricultor que ya había cambiando de nombre. Ahora se nombraba Justo Sombra y su mestizaje, en apariencia, tenía más de morisco que de indio siboney. La pareja tuvo dos hijos varones que en Francia y España recibieron una educación esmerada la cual, al regresar a la Isla, les sirvió para incrementar los bienes y fortuna de la familia. Y en esa descendencia, todos varones, llegué yo, hija única de un nieto de Adelardo, que por entonces se preciaba de ser uno de los hombres más ricos del oriente del país. A meses de mi nacimiento madre, que tenía sangre de antepasados africanos, falleció de tifus y papá me crió saciando todos mis caprichos, pero sin descuidar la enseñanza. Bajo la tutela de preceptoras, españolas, inglesas y francesas, antes de arribar a la adolescencia, hablaba y escribía correctamente los tres idiomas. En Europa, al cuidado de un tío, hermano de papá, pulí la instrucción. De regreso a Santiago de Cuba, me convertí en la joven heredera, para emparentar, más deseada por las familias acaudaladas de la ciudad. En un baile, Gastón Lavalette, descendiente de franceses, me fue presentado. Gastón era dos años mayor que yo y su personalidad, al conocerlo, irradiaba todos los atributos masculinos que una mujer, en un hombre, puede desear. Al instante me enamoré y a poco con el beneplácito, a regañadientes, de padre iniciamos un noviazgo formal. Padre sabía que la familia de Gastón, víctima de la revolución haitiana, era racista furibunda que maltrataba a sus esclavos, y permitía el enlace porque iba camino a la ruina económica. Ruina a la que contribuía el tarambana de Gastón, con su vida parasitaria y ostentosa.
(Continuará la semana próxima)
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