Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Dalia, en tanto se despojaba del resto de la vestimenta, lo envolvió en una mirada irónica. Un cuerpo joven, atractivo y vital, con ajustadas ropas masculinas, calzando botines de piel brotó, del ya inútil hábito religioso.
— ¡Vaya, vaya! La tal sor Eugenia resultó ser toda una monada.
Ambigua, sonrió e inició la respuesta.
—Hace un rato dijiste que el oro era tuyo porque hacía mucho tiempo conocías de su existencia y que, además, habías sido el primero en llegar hasta el. —efectuó una pausa y despacio, midiendo el alcance de sus palabras, desgranó. — Y si yo te dijera que por derecho de herencia el oro me pertenece…
— ¿Qué ocurrencia es esa? — Evelio se incorporó.
—Ninguna ocurrencia…
—Dalia, sor Eugenia, ¡o cómo te llames! Ya no tienes necesidad de seguir con los embustes. Acordamos, y voy a respetar la palabra dada, que dividiríamos el oro a partes iguales. Pero, ¡por favor!; detén la trama y logra mi confianza.
—No miento. Por boca de mi padre conocí de Puertas Abiertas. Lo que nunca pudo decirme, porque no lo sabía, es donde se guardaban las macuquinas y los lingotes de oro. En cuanto llegamos a las ruinas y vi la manera en que actuabas, tuve la corazonada que me conducirías al botín. Al final acerté. Y tú, ¿quién eres y cómo sabías más que yo…?
—Esa misma pregunta me la hago, en relación a ti…
—Por lo pronto te adelanto que un hijo de don Maximino fue mi bisabuelo.
— ¡Mentirosa!, los dos murieron —la increpó.
—Adelardo no murió en la horca. Cuando la catástrofe natural llegó arrasando; el patíbulo se desplomó y él pudo escapar. Lejos hizo una familia y muy secretamente, de generación en generación, los primogénitos escucharon la leyenda de Puertas Abiertas. ¿Sabías de los dos hijos de don Maximino…?
— ¡Por supuesto!
—Pero tú eres demasiado blanquito para ser de la familia.
—También tú lo eres —refutó.
—No lo creas; bajo mi blancura, hay sangre mestiza. Si observas bien verás que mis ojos son rasgados y el cabello es más lacio, negro y grueso que el tuyo. Son detalles que no escapan a quien busca cuarteronas ocultas. ¿No piensas responderme?
—Podrías empezar primero —la cuestionó.
—Prefiero que lo hagas tú. De todas formas tendré que contar mi historia y tiempo, mientras los de afuera sigan matándose, nos sobra. ¿Por qué estás tan enterado que hasta la ubicación del oro, de antemano, conocías?
—Alguna vez supiste del mulato Falcón?
— Nunca. Primera vez que escucho el nombre.
—Falcón, aunque mucho mayor, fue pariente tuyo. Una especie de primo lejano.
— ¿Murió…?
—Sí, ya murió.
— ¿Fue cercano a ti…?
—Mucho… Su presencia, en mi vida, fue importante. Gracias a él, rodeado de riquezas, es que estoy aquí.
—Estamos —sarcástica lo corrigió.
Evelio consumiendo, una y otra vez, en pisadas el espacio del escondite o destapando los baúles para acariciar y dejar escurrir entre sus dedos las macuquinas, fue contando su relación con Falcón y todo lo que el viejo le develó sobre don Maximino, Puertas Abiertas y el oro. Al final apuntó.
—Falcón vivió y murió convencido que la sangre de don Maximino con él se extinguiría —detuvo el caminar. La luz de un mechero cercano le encendió las facciones. —Tengo la garganta seca. ¿Tienes agua?
—La tomé antes de entrar.
—Quizá en algún rincón oculto de este cuarto encuentre algo de beber.
—No pienso que halles agua. A tantos años, si la hubo, se evaporó o corrompió.
—En este momento, agua es lo menos que quiero —Evelio dijo y meticuloso registró la pieza. —Parece que no hay nada —se desalentó.
(Continuará la semana próxima)
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