Aludiendo recientemente el rol de la diplomacia mientras surgía y se consolidaba el nacionalsocialismo en el Tercer Reich alemán, no pude impedir rememorar hechos que han marcado la historia en Cuba en ese campo que engloba lo político y lo administrativo. Sabemos que varios tratados y convenciones amparan en América Latina el asilo territorial y el asilo diplomático. Cuando personas perseguidas logran ingresar a embajadas y delegaciones de los países signatarios son protegidos y pueden aspirar a viajar al extranjero una vez que el gobierno les concede el salvoconducto de rigor.
Es fácil recordar y documentar cómo durante los siete años que precedieron el advenimiento del infausto castrismo, decenas de adversarios del régimen instaurado por Fulgencio Batista con posterioridad al golpe de estado de 1952, consiguieron evadir las persecuciones por esa vía. También ocurrieron acontecimientos lamentables que, como la violación policíaca en octubre de 1956 del recinto consular haitiano, contribuyeron a degradar la situación. Nadie podría discutir que en La Habana, relativo remanso de paz, se desenvolvieron como refugiados políticos muchas personalidades latinoamericanas.
Con la llegada del castrismo centenares de cubanos buscaron su salvación tras los muros de las embajadas. En particular durante el año 1961. Es un tema que a mi juicio no ha sido convenientemente abordado por cronistas e historiadores. La frase de rigor era entonces «se metió en una embajada». Los motivos podían ser más o menos justificados, pero el principal era el miedo que inspiraba el creciente terror comunista. El propietario y director del colegio en el que estudié entró en la de Venezuela horas después de que intervinieran el plantel; y saltando la cerca de la uruguaya se libró de prisión o de fusilamiento un basquetbolista de nuestro equipo: implicado en la resistencia había ayudado a preparar un auto bomba que explotó en la Plaza Cadenas de la universidad habanera.
Más allá de lo que estaba amparado por los aludidos convenios entre países latinoamericanos, en la embajada francesa vivieron entre abril y noviembre de 1961 siete hombres y una mujer que el embajador describía a su superioridad como «albergados». En su auto los fue trasladando a embajadas amigas como las de Paraguay, México y Argentina desde donde marcharon al exterior. De esos ocho hay sobrevivientes en Miami y recientemente les envié documentos que encontré aquí en los archivos de Exteriores. Los hubo con menos suerte y unos cuantos pasaron muchos años sin poder irse. Pienso en un médico cuya «traición» Fidel la convirtió en afrenta personal y en los dos valientes que provocaron la crisis de la embajada del Perú en 1980.
Y están en otra categoría actos ilegales protagonizados por desesperados que a riesgo de sus vidas y de las de terceros han cometido lo irreparable. Tal vez algún lector pueda ponerle nombre y apellidos al caso de «Miguel de la Paz» que entrecomilla porque oficialmente no fue jamás identificado. Al final de la mañana del martes 17 de octubre de 1973 un mulato espigado, joven y amenazante entró en la Embajada de Bélgica (Calle 24 y 5ta Avenida, Miramar) revólver en mano, preguntando por el Embajador y trayendo encañonado al corresponsal permanente de la agencia AFP en Cuba al cual ya había capturado en su oficina. Entró allí sorprendiendo a todo el mundo en una época en la que las embajadas europeas carecían de postas de policías. Menos de 24 horas más tarde era cadáver, ultimado por un destacamento de seis miembros de las llamadas «tropas especiales» fidelistas.
«Miguel de la Paz», que probablemente se había vuelto loco por lo insensato de su proyecto, pretendía que el embajador belga abordara con él su yate, fondeado en el Río Almendares, ¡ y lo llevara para Miami !. Después de horas de conversaciones entró en el baile el embajador de Francia quien se constituyó solidariamente también en rehén, convenció al fugitivo de que podía negociar una salida a la crisis con las autoridades cubanas y «para facilitar las cosas» los trasladó a su embajada situada no lejos.
En muy poco tiempo las fuerzas especiales prepararon el asalto no sin antes el vicepresidente Carlos Rafael Rodríguez consiguiera del francés la insólita concesión, de paso contraria a todos los usos diplomáticos, de permitir el acceso al espacio amparado por la extraterritorialidad diplomática «de un pequeño grupo de expertos en artes marciales». Detrás de esta comedia estaba Fidel Castro en persona. A media mañana del día 18, en una operación relámpago, seis miembros del G2 sorprendieron con la complicidad de los franceses al asaltante que hirieron de un tiro en el hombro pero que «misteriosamente» llegó sin vida al hospital al que fue conducido. Posteriormente el viceministro cubano presentó sus excusas al francés alegando que los policías cubanos habían en efecto estado en posesión de sus armas pero que todo había sido «un lamentable error, un malentendido».
No hubo nota de protesta por parte de Francia. Los dos embajadores fueron reemplazados discretamente y medio siglo más tarde se ignora la identidad real ni las motivaciones de «Miguel de la Paz». Todo está detallado en el libro-testimonio Hostage in Havana de Ann Somerhausen, viuda del embajador de Bélgica. Su marido, y es la línea de lo que escribimos más arriba tocante a la diplomacia, tanto como su colega francés se metieron ambos la lengua en el bolsillo. Puede presumirse que secuestrador, de haber sobrevivido, habría sido fusilado en aquella Cuba de 1973. Pero lo cierto es que fue asesinado y que los diplomáticos implicados fueron cómplices involuntarios del crimen. La diplomacia mientras tanto hizo lo de siempre: mirar para otra parte con el agravante de que el régimen castrocomunista continúa en el poder disfrutando de la benevolente tolerancia que lo ampara desde 1959.
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