Cuando llegaba a la Agencia Efe., se burlaban de mí preguntándome: “dónde había dejado las maracas”, por mis camisas de colores. Compañeros fotógrafos cuando olían mi colonia, se burlaban diciéndome que echarse colonia y usar desodorante era de “mari…”
Sigo diciendo que los mejores años de mi vida fueron en la Cuba pre comunista, década de los 50, y los quince años de franquismo en España. Me refiero al impacto de ver que la justicia funcionaba, que se cumplían las leyes; la seguridad ciudadana era premiable; no existían Comités de Defensa; que la gente era libre de vivir a sus anchas, menos el comunista activo. Nada de escándalo público. No existía un inmigrante ilegal (hoy son millones, la mayoría delincuentes, asesinos y violadores). Había solamente un negro: el cantante cubano Antonio Machín. No piensen que soy racista, porque mi abuela paterna era negra, casada con mi abuelo, gallego, oriundo de Pontevedra.
España era un remanso de paz, estabilidad, dentro de lo normal en un país que todavía “olía” a la pólvora de una Guerra Civil que, de no haber sido por Franco, hoy fuera un “aborto” de la ex Unión Soviética.
Vayamos a lo difícil que resultó adaptarme a la idiosincrasia de un país que, aunque nos había “parido”, no teníamos mucho en común. El castellano (para mí el idioma más hermoso), lo hablábamos diferente, atravesado: en un cubano retorcido, una de las razones por las que no pude ejercer mi carrera de actor porque había que hablar el castellano a la perfección. Nunca fui “chuchero”, ni hablaba la jerigonza que solo entendían los cuadrúpedos.
Uno de los paisajes que más me impactó fue el que ofrecían los vagones del Metro repleto de viajeros, todos vestidos de negro, de colores macabros, tétricos, parecían la eternidad del luto. Nada que me recordara los colores tropicales. Un panorama parecía a una inmensa colección de ataúdes negros. Yo recibía camisas de amigos de Miami, floreadas y, cuando llegaba a la Agencia Efe., se burlaban preguntándome “dónde había dejado las maracas”, porque me parecía a Antonio Machín. Compañeros fotógrafos, cuando se arrimaban a mí y descubrían que llevaba colonia, se burlaban diciéndome que eso de que los hombres se pusieran colonia y desodorante era cosa de “mari…”. Ellos apestaban a Fidel Castro: a caballo desbocado. Era tan desagradable, que el jefe nos daba frascos de ambientador para que lo echáramos en las sillas nuestras en las que a veces se sentaban; dejaban peste a “caca” de Chita la de Tarzán.
BARRA DE PAN
Otro impacto fue cuando en una pensión (casa de huéspedes) lo primero que me preguntaban era que si quería la habitación con derecho al baño. No lo entendía. Preguntaba, y me decían que la ducha (un baño común) tenía que pagarla aparte. A un cubano que, no porque sea más limpio, sino porque el clima lo obliga a bañarse dos o tres veces al día.
En la calle Santa María de la Cabeza Nº 12, dos hermanas solteronas, me alquilaron una habitación, una noche, saliendo del baño, me las encontré de pie, junto a la puerta como dos generales de caballería. Le pregunté qué pasabas: “Vemos que usted se ducha todos los días y ello nos produce mucho gasto. Por lo tanto, le rogamos que nos deje la habitación libre”. A la mañana siguiente salí con mi maleta como un cohete.
Otro detalle desagradable: Cuando iba a una panadería por una barra de pan, la persona dependienta para coger el pliego de papel para envolverla, se mojaba los dedos en saliva, y, seguidamente agarraba la barra de pan, sin el menor escrúpulo. ¡Tremendo asco!
Siempre he sido noctámbulo, leer ha sido mi mayor “vicio”. Solía hacerlo en mi habitación de la pensión. Hasta que el “patrón” (dueño) me tocó en la puerta de forman agresiva diciéndome que “no podía tener la luz encendida hasta tan tarde”. Durante el invierno, los cubanos no nos moríamos de frío, porque “Cárita” (la iglesia católica) nos regalaba abrigos de los soldados muertos en la guerra de Vietnam. Lo recogíamos en una iglesia que aún existe en la calle López de Hoyo. Una cosa era oír a los gallegos (españoles) hablar en Cuba y otra en plena Castilla. Cuando llegué, al salir a la calle y decirle “buenos días” a alguien, cuando respondía el sonido era tan brusco, que sonaba como si me dijera: “el coño de tu madre”.
Durante dos años estuve yendo a un comedor de auxilio social a almorzar y a comer (aquí cenar). Para la cena había que estar en la cola a las 5 de la tarde. Nos servían un consomé (caldo de pollo o de vaca), una tortilla a la francesa, un pedazo de pan y una fruta. A las 8 de la tarde yo, con veintitantos años, me desmayaba de hambre. Iba al Bar Flor, en la Puerta del Sol y me comía dos dulces “bayonesa” (el dulce español más rico, que costaban 2 pesetas), y un tazón de café con leche. Durante mucho tiempo lo hice en compañía de la actriz Lita Romano, que más de una vez tuve que sacar de la cola porque sufría ataques de ansiedad. Y es que el panorama era deprimente, más para ella que en Cuba había sido una diva de la comedia. El primer trabajo que tuve como periodista fue en una pequeña Agencia en la calle Peña Prieta (barrio de Vallecas); me pagaban 1,500 pesetas al mes y tenía que llevar un reportaje y 3 fotos todos los días. Le dije a Lita que no íbamos más al Comedor, que comeríamos en cualquiera de los pequeños restaurantes de la calle Echegaray, en los que con 20 o 25 pesetas, comíamos opíparamente.
CRISTINA MONTERO
En la mayoría de las casas de huéspedes no existía calefacción. Lo que sufríamos solo Dios lo sabía. En una ocasión, la bailarina cubana, Irma Obermayer, que vivía en la Pensión “Mínguez”, con un grupo de cubanos, entre ellos quien escribe, Orestes Ibiricu, Armadito Navarro, Roberto Miñagorri, etc. Calle Espartero Nº 6. Un día Obermayer compró un “anafe” eléctrico para no morirse de frío. El dueño la descubrió y el escándalo se oyó en los Pirineos franceses.
Nos moríamos de frío porque el sereno (que era quien nos abría la puerta) estaba lejos y nos arrinconábamos a la puerta temblando, congelados. Teníamos que darle un duro (cinco céntimos) por hacernos el favor de abrirnos la puerta de la casa donde vivíamos. Los cubanos que, de no haber sido por la desgracia del comunismo, jamás habríamos vivido experiencias tan draconianas.
En la Pensión “Mínguez”, la cocinera del patrón, una señora gallega Pura Pedreira, (le faltaban las alas para ser un ángel). Con frecuencia, cuando yo llegaba a mi habitación a media noche, me encontraba dentro del escaparate un plato de comida que le “robaba” al patrón, cubierto con una servilleta, el cual yo devoraba desesperadamente. Nunca olvidaré aquel gesto tan repleto de humanidad.
Un poeta que yo había conocido en la Cafetería Alemana, Plaza de Santa Ana, me invitó a una tertulia literaria que se celebraba los jueves en uno de los salones del Palacio de Bellas Artes, creada y dirigida por la poetisa Cristina Montero, a la que me presentó el amigo y…, a partir de aquel instante, mi vida experimentó un cambio general hasta el punto de sostener rotundamente la frase tan cierta entonces: “¡De Madrid al Cielo!”.
Esto es una simple pincelada de lo que sufrimos los cubanos exiliados en España que todavía, sin grandes esfuerzos, se podía oír la explosión de una guerra provocada por los cancerígenos comunistas.
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