(Narración de un Expedicionario del “Three Friends”)
Por JOSÉ ANTONIO FERNÁNDEZ DE CASTRO
(Este relato fue sacado de un manuscrito original del Alférez del Ejército Libertador, Francisco J. Morales Andreu, y otros documentos contemporáneos de los hechos que se describen -la correspondencia de Francisco Gómez Toro, amablemente facilitada por la familia del Generalísimo y una carta del Coronel del Ejército Libertador José R. Villalón, aparecida en el interesantísimo libro “Expediciones Cubanas”, original del patriota, coronel Justo Carrillo y Morales, participante activo en numerosas empresas de índole análoga de la que aquí se describe- se ajusta fielmente al espíritu que animó al redactor de estas amarillentas páginas) Alguna de las fotografías fueron, hasta hace alguno años, inéditas y poseen valor histórico extraordinario por ser las únicas que de este suceso revolucionario se tomaron por otro de los expdicionarios que vinieron también en el barco.)
En la madrugada del ocho de septiembre de 1896, se encontraba el rápido y marinero remolcador norteamericano “Three Friends”, a la altura de la playa de María la Gorda, en la ensenada de Corrientes, frente a la costa sur de la provincia Pinar del Río.
Desde el día anterior, el General Rius Rivera, Jefe Supremo de la expedición que salió de Jacksonville cuatro días antes, había ordenado estibar sobre cubierta y clasificar la carga de municiones y armas que traíamos, para proceder a su inmediato desembarco. Venían destinadas unas y otras a las tropas del Lugarteniente General Antonio Maceo, que operaba en esa región.
La carencia de armamentos en esa parte de la Isla, había detenido el ímpetu de nuestros soldados y era la causa de que muchos cubanos ávidos de incorporarse a las tropas revolucionarias, permanecieran inactivos en los pueblos o estorbando los movimientos de los mambises, ya que seguían, a éstos en calidad de impedimenta.
Tras muchas peripecias y después del fracaso de mi primera intentona de unirme a las tropas revolucionarias en Vuelta Abajo, pude al fin vivir con plenitud el ansiado momento. El corazón se me quería saltar por la boca. Aquella línea gris apenas perceptible en la madrugada: era la costa de mi patria querida.
Antes de saltar a uno de los primeros botes en que ya habíamos estibado el cargamento, ví en rápida sucesión de imágenes, mi vida anterior, desde que a mediados del año 95, ya iniciada la gloriosa revolución al conjuro mágico de José Martí, nos reuníamos muchos amigos jóvenes como yo, que apenas contaba entonces veinte años, en lugares cercanos al Parque Central y en el Paseo del Prado, donde, aprovechando las tertulias de elementos probados, nos pasábamos horas enteras hablando de la insurrección, de la marcha de Gómez, de la Invasión de Maceo, de las últimas acciones de guerra libradas por doquier. Nos valíamos para conocer el verdadero estado de ánimo de nuestras fuerzas en el campo, de los propios partes oficiales del Gobierno español, que obedecían a un cartabón fijo que ya habíamos aprendido a descifrar y aunque por otra parte en dichos comunicados oficiales se aseguraba la victoria de las tropas españolas, nosotros habíamos aprendido a leer entre líneas, regocijándonos con los triunfos de las fuerzas mambisas.
También leíamos los periódicos revolucionarios procedentes de los Estados Unidos y de México, que pasaban de mano y a veces cuando contenían noticias o artículos de verdadera importancia, eran objeto de copias manuscritas que circulaban profusamente.
En los días que refiero, la invasión de Gómez y Maceo se habían efectuado ya, internándose el heroico Lugarteniente en Pinar del Río y cubriendo a Maceo en la misma Habana, el Generalísimo.
Ávido de incorporarme a la Revolución, supe que en el término de Hoyo Colorado, donde mi padre poseía extensas siembras de piña, habían quedado dueñas del territorio tropas mambisas, al mando de un teniente del Ejército Libertador muy conocido en la región, nombrado Villanueva. Con estos informes vagos y otras noticias sin precisar, salí de La Habana en dirección de Hoyo Colorado, el 15 de enero de 1896, precisamente el día que cumplía 21 años de edad, en unión de un joven amigo, de mi misma edad, nombrado Andrés Mazón, y del dueño de un comercio de aves y huevos sito en el Mercado de Tacón, -otro de los contertulios- del que no recuerdo más que era tocayo mío y lo conocíamos como decidido revolucionario.
Al llegar a Hoyo Colorado al día siguiente tuvimos la suerte de ser presentados por compañeros nuestros, también jóvenes habaneros como yo, recién ingresados en las fuerzas revolucionarias, al Teniente Villanueva. Existía una situación insólita en los términos de Hoyo Colorado, Punta Brava y Caimito del guayabal. Precisamente a consecuencia del éxito de la invasión y de pu-lular por los alrededores tropas insurrectas mandadas nada menos que por el Lugarteniente, se encontraban esos pueblos desguarnecidos por completo de fuerzas militares españolas, pues ni siquiera los odiados voluntarios se hacían sentir, ya que el temor los había hecho inhibirse públicamente.
Esta anómala situación nos permitió residir en unión de varios compañeros, aún sin armas, pero haciendo prácticas militares a nuestro leal saber y entender, en una casa de tabaco abandonada, en las inmediaciones del pueblo. Estábamos en contacto contínuo con las fuerzas del Teniente Villanueva, que no llegaba a veinte hombres armados, pero que nos animaban constantemente. No nos incorporamos de inmediato a esas fuerzas porque carecíamos de armas.
Así las cosas de buenas a primera se recibió un aviso de que en Punta Brava se encontraban fuerzas españolas que avanzaban hacia Hoyo Colorado. La orden de Villanueva llegó en forma precisa: regresen a La Habana a esperar mejor ocasión.
Desorientados y desanimados, algunos pudieron introducirse en coches y toda clase de vehículos y regresar a La Habana; pero otros entre ellos yo, que no tuve tiempo de hacerlo, no tuvimos más remedio que internarnos hacia la costa, alejándonos del pueblo donde ya se habían divisado los primeros soldados españoles. Mi compañero de peregrinación fue un jovencito nombrado Joaquín Malo, que durante muchos años después de establecida la República, estuvo trabajando en su profesión de barbero en un establecimiento de esta índole, situado en Aguiar entre Obispo y Obrapía.
El recorrido desde Hoyo Colorado hasta la Playa de Jaimanitas fue tremendo. Los dos éramos de la ciudad, y ni las ropas que llevábamos ni nuestras condiciones físicas, nos permitían grandes marchas. De modo que cuando pudimos llegar a un campo de piña cerca de un sitio propiedad de un guajiro que conocía a mi familia, que nos dio de comer y beber, vimos el cielo abierto.
Después de descansar algunas horas ese mismo guajiro, por indicación del Administrador de mi padre, nombrado, Pedro Escribano, nos trajo dos caballos sobre los que marchábamos a Marianao y de allí por ferrocarril, pude regresar yo a La Habana sin llamar demasiado la atención de las autoridades españolas.
Mientras estuve en Hoyo Colorado, en febrero de 1896, tuve ocasión de ver actuar la justicia mambisa. El Teniente Villanueva se hospedaba cada anochecer en una de las mejores casas del pueblo. Como era la única autoridad reconocida, ante él acudían los vecinos de las inmediaciones a comunicarle noticias de todas clases.
Y una tarde, mientras conversaba conmigo y con mi compañero Mazón, llegaron dos o tres campesinos quienes le denunciaron en frases entrecortadas y no muy seguros de la acogida que debían tener, unas fechorías cometidas por unos individuos que militaban en su reducida tropa. Ni corto ni perezoso, Villanueva hizo formar su tropa y una vez que los quejosos reconocieron a los autores del atentado, y juzgados sumariamente por encontrársele encima señales indubitadas de haber cometido el delito, el Teniente mambí dispuso que en presencia de las damnificadas y de los quejosos fueran ahorcados, e inmediatamente, en sus mismas cabalgaduras, fueron conducidos los dos plateados a una esquina de la plaza o parque del pueblo, les pasaron una soga al cuello de cada uno, y amarrándola a un árbol, hicieron arrancar a los caballos.
Así por primera y última vez, vi funcionar y cumplirse en plena Cuba libre, la justicia mambisa, inspirada en cánones sólidos y comprensivos.
A mi regreso a La Habana, volvía a reunirme con mis compañeros del Parque Central, narrándoles todo lo que había visto, lo que motivó que otros del grupo marcharan por diversos conductos a unirse a los revolucionarios que pululaban en la provincia. También quise intentarlo, pero los polizontes españoles-ya sobre aviso- seguían mis pasos, a pesar de que mi padre, nacido en Islas Canarias hacia gala públicamente, para evitarme persecuciones, de exagerados sentimientos de lealtad y simpatía a los gobernantes coloniales.
En medio de sorpresas y de angustias, pasaron para mí los meses de Abril, Mayo y Junio. A mediados de Julio, mi familia, temerosa de que la policía española me prendiese, me hizo embarcar para Nueva York, no obstante haber declarado yo a mis padres que no cejaría en mi propósito de incorporarme de nuevo a los cubanos que en la manigua heroica luchaban por la libertad de la patria.
En la fecha indicada y en unión de otro joven amigo de nuestras reuniones del Prado y del Parque Central, tan vehemente como yo, nombrado Manuel García, que se había visto obligado a regresar a La Habana, atravesando una experiencia similar a la mía-me embarqué en uno de los vapores que hacían el tráfico regular entre La Habana y New York. Ambos habíamos hecho el juramento de regresar en cuanto nos fuese posible, en cualquiera de las expediciones que con regularidad se organizaban en territorio de los Estados Unidos y que lograban llegar con relativa periodicidad a porciones de costa dominadas por las tropas insurrectas.
Poco antes de que levase anclas el vapor que iba a conducirnos a Nueva York, un hombre de rancio porte asturiano, tanto por su vestimenta exagerada de rico español “aplatanado”, como por algunos rasgos físicos bien característicos, subió por la escala del buque.
A Manuel García y a mi se nos hizo sospechoso. Empezamos a fijarnos en sus movimientos que a nuestro juicio encerraban algo misterioso. El sujeto en cuestión vestía traje de dril a rayas finas muy parecido al uniforme de “rayadillo” que portaban los voluntarios españoles tan odiados en la isla. Nos parecía a Manolo y a mi, que no nos quitaba la vista de encima. No habíamos cruzado el Morro todavía cuando nos dimos cuenta de que se acercaba a nosotros, haciéndonos callar inmediatamente. Cambiamos de lugar en la borda del buque y a poco observamos que el mismo individuo se nos acercaba con aire decidido.
Ya estábamos en mar abierto y entonces aquél que creíamos tipo clásico de voluntario español, aproximándose a nosotros nos dijo en voz baja: “No soy lo que parezco. Precisamente aprovecho el tipo que exagero, para poder salvar en Cuba los obstáculos que se nos ofrecen. Con esta facha de asturiano y pronunciando las cen y las jotas, voy y vengo entre ellos, sin la menor dificultad; me entero de secretos y puedo cumplir con mi papel de correo de la revolución a las mil maravillas”. Al mismo tiempo nos enseñaba sus papeles y credenciales.
Ya completamente desvanecido, el susto que nos poseía, pudimos estrechar fuertemente en nuestros brazos, Manolo y yo, al gran soldado de la Revolución que fue el Comandante del Ejército Libertador, Raúl Martí, conocido por el “Inglesito”, cuya figura aparecerá frecuentemente en el curso de estas páginas.
Durante el viaje intimamos con Martí, quien impuesto de nuestros anhelos de regresar a Cuba a combatir por su libertad, nos ofreció que nos pondría en contacto con los elementos que en Nueva York preparaban, organizaban y reclutaban hombres que despachaban luego con destino a los campos de Cuba Libre. Es más, nos aseguró que regresaríamos con él en la primera oportunidad que se nos presentase. Y cumplió su palabra.
Al llegar a Nueva York, nos hospedamos en casa de huéspedes de una compatriota llamada, Sra. Mayoline de Valdés, donde estábamos en contacto con numerosos emigrados y funcionarios revolucionarios que allí laboraban intensamente en pro de la causa común.
Presentados por el propio Comandante Martí, fuimos a la Delegación-sita en la calle 56- y conocimos a Don Tomás Estrada Palma, cuya austera figura nos conmovió profundamente.allí presentémi título de Bachiller y certificaciones de las distintas asignaturas de la carrera de Leyes, cuyo estudio había iniciado en la Universidad de La Habana poco antes de dedicarme, en unión de mis amigos, a los trabajos conspirativos. El Inglesito nos afirmó que no necesitábamos volver, que él nos avisaría y nos tendría al tanto de la primera expedición que se dirigiera a Cuba.
En los primeros días de agosto recibimos aviso de embarcarnos en el vapor “Seminole”, lo que hicimos al atardecer, saliendo enseguida con dirección a Jacksonville. En nuestro escaso equipaje llevábamos Manuel García y yo un par de zapatos de repuesto y dentro de nuestras pobres maletas, ocultos entre la escasísima indumentaria sendos revólveres “Colt” calibre 44 con su correspondiente parque.
Al dejar atrás la Estatua de la Libertad y las orillas del “Hudson”, y tomar mar abierto, los viajeros del “Seminole” comenzaron a agruparse en razón de su simpatía y anterior conocimiento.
Rápidamente nos dimos cuenta que en el pasaje habían numerosos cubanos, jóvenes en su mayor parte, como nosotros, y con destino al mismo lugar, posiblemente escondidos para formar parte de la misma expedición. Raúl Martí nos presentaba en grupos y así conocía a su compañero de empresas, el también comandante Donato Soto, que con él compartía idéntica y meritoria tarea, sirviendo de correo entre los campos de Cuba Libre, las ciudades de la Isla en poder de los españoles y los núcleos de emigrados revoluciona-rios que en el exterior organizaban y fletaban sin descanso numerosas expediciones.
Parecían Soto y Martí hechos el uno para el otro, sus valores humanos se complementaban: ambos fueron esforzados combatientes en la guerra revolucionaria; poseyeron el valor activo de enfrentarse al enemigo en armas, cargaron contra éste, poseídos por el coraje que pone un rictus de locura en los rasgos faciales del que se encuentra poseído de esa avasalladora pasión.
Escucharon a pie firme el sonido de los “Remington” españoles en trágicas emboscadas y en campo abierto. Al mismo tiempo poseían el valor tranquilo necesario al individuo que se arriega en medio de una población llena de enemigos.
Los comandantes Soto y Martí pertenecían indudablemente, al mejor tipo de los combatientes re-volucionarios cubanos que con sus proezas supieron conquistar con sus brazos la República que soñaron.
También conocí a Enrique Martínez Alonso, a Agustín Jiménez, a Benjamín Pichardo, a Próspero García y a otros cuyos nombres se me escapan, quienes unidos en Jacksonville a otro núcleo de expedicionarios que allí aguardaba, formamos los 36 hombres integrantes de la expedición “Three Friends”, que al mando del General Rius Rivera, llegó a las playas de María la Gorda en la gris madrugada del 8 de septiembre de 1896.
A poco de encontrarnos a bordo del “Seminole”, que la suerte inmensa de haber conocido e intimado durante el viaje con el joven Francisco Gómez Toro, hijo del Generalísimo, acompañante de José Martí en patriótica peregrinación por los centros revolucionarios de emigrados en el Continente, quien meses más tarde, iba a caer envuelto en sudario de gloria junto al General Antonio…
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Continuará la semana próxima
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