El 28 de enero de 1853, en una modesta de la calle de Paula, marcada con el número 41, hoy Leonor Pérez 314, y convertido en Museo José Martí, nació, quien había de ser el Apóstol de nuestra Independencia, hijo del sargento de Artillería español Mariano Martí y Navarro, natural de Valencia, y de Leonor Pérez y Cabrera, natural de Santa Cruz de Tenerife. Y por corresponder ese día en el santoral católico a San Julián, y ser su padrino José María Vázquez, fue bautizado, el 12 de febrero del mismo año, en la Iglesia del Santo Ángel Custodio, por el Pbro. Tomás Sala y Figarola, del Real Cuerpo de Artillería de la Plaza de La Habana, con el nombre de José Julián.
¿Dónde y cómo pasó Martí los cumpleaños de su corta y agitada vida terrenal? Hasta ahora nada sobre ello se ha escrito, y por los pocos datos sobre su infancia, no resulta fácil ofrecer muchos detalles sobre este particular, y menos aún de la forma en que se celebraban sus cumpleaños, de muchacho, aunque no es aventurado afirmar que debieron ser bien sencillos, sin mayores regalos, a los más seguramente de su madrina doña Marcelina de Aguirre, y siempre dentro del marco de escasez y severidad del hogar paterno, a lo que hay que agregar su temprana consagración a la causa libertadora de su suelo natal.
Sin embargo está comprobado, sin lugar a dudas, que en 1857, sus padres regresaron a España, donde don Mariano esperaba reponerse de su quebrantada salud. Por lo que resulta que Martí cumplió uno, dos, tres y cuatro años de edad en La Habana.
No volvió a La Habana, con sus padres hasta 1859, por lo que cumplió su quinto y sexto años de edad en España, seguramente en Valencia, donde nació por cierto, su hermana Carmen, conocida por sus familiares, por esta circunstancia como “La Valenciana”.
En 1860, 1861 y 1862, el niño Martí está en La Habana, cumpliendo en esta ciudad los siete, ocho y nueve años de edad. Como alumno notable del colegio “San Anacleto” de Rafael Sixto Casado obtiene la primera medalla con nota de sobresaliente, en la clase de inglés, y escribe también sus primeros versos, dedicados a su madre, en su cumpleaños.
Pasa don Mariano a desempeñar por algún tiempo el cargo de capitán Juez Pedáneo en Hanábana, hoy Jagüey Grande, y Pepe le acompaña. Pero regresan a La Habana, a pasar las Navidades. Por lo que Pepe cumple los 10, 11, 12 y 13 años en La Habana, como escolar, ingresando, en el colegio “San Pablo” del poeta-patriota y gran educador Rafael María de Mendive y ya a fines de 1866 es alumno del Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana. Lo cual indica, evidentemente que todos esos cumpleaños, así como los subsiguientes, cuando cumplió catorce, quince y dieciséis años, los celebró entre sus compañeros de estudio, de los cuales fue el más destacado, por entrañable amistad entre ambos, Fermín Váldez Domínguez, su “hermano del alma”.
Cinco días antes de cumplir dieciséis años, el 23 de enero de 1869, sale el primer y único número de su periódico “La Patria Libre”, en que apareció su drama patriótico-simbólico “Abdala”. Preso su maestro Mendive, por los sucesos del teatro Villanueva, en marcha la Guerra de los Diez Años, es lógico suponer la tensión con que Martí arribó a los dieciséis años, intensificada por sus primeras actividades, como adolescente rebelde, contra el régimen colonial español.
Y ya en 1870, cumple los diecisiete en prisión, acusado de “infidencia”. Es condenado, pocos meses después, a seis años de presidio político, e ingresa en el mismo con el número 113, Brigada Primera de blancos; ha de sufrir los horrores de las canteras de San Lázaro, donde hoy se encuentran la Fragua Martiana y el Rincón Martiano, como taller y templo a su memoria.
Es deportado a España, en el vapor Guipúzcoa, el 15 de enero de 1871, por lo que cumple los dieciocho años lejos de la patria amada, exiliado, en la travesía; y los diecinueve, y veinte en Madrid, enfermo y pobre, donde publica su vibrante folleto “El presidio político en Cuba” y “La República española ante la Revolución Cubana”. Al reunirse Fermín Váldez Domínguez con él, pasa a Zaragoza, donde estudia y se gradúa de Licenciado en Derecho Civil y Canónico y de Filosofía y Letras. A orillas del Ebro cumplió, los veintún años. Y ahí debió vivir aquel día horas felices entre sus compañeros estudiantes y la rubia Blanca de Montalvo.
Parte a fines de 1874, de Europa, para reunirse con sus padres en México, por lo que seguramente cumplió lo veintidós años en el mar, pues no llegó a Veracruz hasta el 8 de febrero de 1875.
Los veintitrés años los cumple Martí en Ciudad de México, fundando ese mismo día, con literatos mexicanos, la Sociedad “Alarcón”, y los veinticuatro en La Habana, durante el breve viaje que hizo con el nombre de “Julián Pérez”, su segundo nombre y apellido y los veinticinco, en plena luna de miel, en Guatemala, o camino a la república centroamericana, habiéndose casado con Carmen Zayas Bazán, el 20 de diciembre del año anterior, en la capital azteca.
Con la felicidad de tener su hijo José, de dos meses, a su lado, celebra su vigésimo sexto cumpleaños en La Habana. Al día siguiente es nombrado socio de la Sección de Literatura del Liceo de Regla. Pero a fines de 1879 es deportado a España, por segunda vez, embarca más tarde para Nueva York, donde cumple los veintisiete y los veintiocho años, tras breve permanencia en Venezuela, regresa a Nueva York, donde cumple los veintinueve, treinta, treinta y uno, treinta y dos y treinta y tres años. Pocos días después de cumplir treinta y cuatro años en Nueva York, en febrero de 1887, recibe la triste noticia de la muerte de don Mariano, en La Habana, el 2 de ese mes.
Los treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete y treinta y ocho años los cumple en Nueva York, en plena labor revolucionaria y como poeta, escritor y traductor periodista, corresponsal de periódicos de Nuestra América. Y los treinta y nueve también en 1892, pero en esta ocasión, en medio de la gran responsabilidad como la figura máxima de la nueva lucha redentora, con la satisfacción de ver al fin coronado su sueño del Partido Revolucionario Cubano, el 5 de enero, en Cayo Hueso, y del que ha de ser poco tiempo después elegido el Delegado.
En plena faena revolucionaria, de organización y propaganda, cumple los cuarenta, igualmente en Nueva York.
“No quise -escribe el revindicador de los estudiantes de Medicina fusilados en 1871- anunciarle mi llegada, y esto, que entraba en mi “plan de campaña” para sorprender con mi abrazo al hermano del alma, fue motivo de pena para mí. No me esperaba Martí: era tarde y ya no estaría en su oficina y yo no recordaba dónde vivía. Pasé la noche sin dormir. ¡Una jornada más y a la victoria!, me dije y, en la espera necesaria, puse -en mi pensamiento- en orden las ideas y, a solas con mi Cuba escribí.
El día siguiente como a las doce de la mañana y guiado por mi “cicerone” y amable compañero de viaje desde La Habana, doctor Rafael Menéndez Benítez -estudiante entonces y hoy compañero y amigo estimado- me lancé a la peregrinación, para mí difícil, por calles enlodadas y sucias por la nieve. Entramos en un tranvía y tan pronto como ocupamos nuestros asientos empezamos a hablar -como era natural- en español. Fijóse en esto un matrimonio que estaba frente a nosotros; yo veía que el caballero, hombre de semblante agradable y mirada franca, hablaba con la señora y sonreía. No pudo el digno cubano esperar más y dirigiéndose a Menéndez, le dijo:
-Ustedes buscan la casa en donde vive Martí; yo voy allá y les enseñaré el camino.
Me estrechó la mano con emoción y me presentó a su esposa. Era aquel hombre el Tesorero del Partido Revolucionario Cubano: el noble Benjamín Guerra.
Cuando dejamos el tranvía, al Oeste de New York, nos dirigimos a la calle 57 entre 8 y 9 avenidas.
Subimos al piso donde vivía Martí. Quería yo llegar pronto y apenas podía andar. El señor Benjamín Guerra, me dijo: -Escóndase un momento, que quiero darle una sorpresa a Martí.
Al sonar el timbre, oímos los pasos precipitados de un hombre. Abrieron la puerta y pasó la señora de Guerra y luego éste. Oía yo la voz de Martí, al recibirlos, y a Guerra cuando le decía: -Martí, le traigo a una persona que viene a la fiesta.
-Ese es Fermín -contestó Martí.
Durante algunos minutos estuvimos abrazados sin hablar: lo hacían por nostros nuestras lágrimas.
-Te esperaba -me dijo- sabía en Caracas te trataban bien; pero yo estaba seguro de que no te habías de detener allí más que el tiempo necesario.
Y después, dirigiéndose a Benjamín Guerra, le dijo: -No podía usted haberme traído mejor presente en el día de mi cumpleaños.
Era el 28 de enero. Aquel día fue uno de los mejores de mi vida. Martí me estudiaba con su mirada profunda, escu-driñadora: quería adivinar en un gesto mío todo lo que yo llevaba en mi cabeza y en todo mi corazón, él me presentó a señoras y caballeros, y contó episodios de mi vida y -con sus palabras apasionadas- quería que, desde aquel momento, me estimaran todos como cubano altivo y útil.
Estábamos en la sala de la casa de huéspedes de la señora Carmen Miyares, viuda de Mantilla. Allí conocía a aquella cubana amable y buena, a sus hijas, Carmen y María; a la señora Angelina Ojeda viuda de Martínez, y saludé con alegría a la señora Irene Pintó de Carillo. Y estreché las manos de los señores doctor Ramón L. Miranda, Gonzalo de Quesada, Enrique Loynaz del Castillo, Vargas Vila, Zumeta, Juan Fraga, el doctor Portuondo Sotero Figueroa.
El respetable doctor Miranda me abrazaba y, recordando a mis hermanos asesinados, sentíase aún joven para la protesta necesaria; el simpático y talentoso Loynaz del Castillo cantaba las glorias de los que iríamos a la muerte o al triunfo; Gonzalo de Quesada hablaba al Maestro -a Martí- de sus sueños de patria, Vargas Vila recordaba a Venezuela con la grandeza del hombre valeroso de aquellas tierras, cuna de la libertad americana- y sus atinados juicios me hicieron su ferviente admirador.
Todo el día fue de fiesta y de emociones, en aquel rincón de mi Cuba en la rica ciudad norteamericana.
Poco tiempo podía dedicar a los que, gracias a Martí, ya eran mis amigos; las notas del piano me llevaron al lado de María; tocaba una poética melodía de Wagner; Martí la seguía con amor, y yo contemplaba aquella hermosa niña, apretado botón que se entreabría, dejando el perfume de sus blancos nacarados pétalos entre los que amaban en sus ojos las ternuras de su alma y el fuego de su corazón: su boca no se abría sino para expresar algún concepto sencillo; pero arrullador. ¡Ah! ¡yo no olvido aquella noche hermosa!
Y cuando se retiraron los amigos y nos quedamos solos, entonces empezó nuestra íntima conversación, y muy tarde Martí me llevó a su habitación, que desde aquel momento debía también ser la mía. Allí siguió la charla sin orden, la relación de cosas que nos importaban para los trabajos revolucionarios, e íntimas confidencias que parecían unirnos más si era que -entre nosotros- cabían mayores lazos de afecto, de íntima unión de almas!
Dejamos de hablar, y como despedida hasta el día -que ya se sentía llegar- volvimos a abrazarnos.”
Su último cumpleaños, el 28 de enero de 1895, la pasó Martí, también en Nueva York, en medio del hondo dolor e intensa preocupación del fracaso del Plan de la Fernandina.
La expedición de los barcos el Amadis, Lagonda y Baracoa se había frustrado, por culpa de López de Queralta. Mas, con indomable tenacidad y firmeza de propósito, Martí se disponía a venir a Cuba, a iniciar, sin demora, la última gesta emancipadora. De aquél día, en que cumplió los cuarenta y dos años rodeado de sus fieles, en casa del doctor Ramón L. Miranda, nos cuenta el cubano ejemplar Luis Rodolfo Miranda:
“Lo celebramos -escribe- con una comida en su honor, la cual tuvo lugar en un reservado de uno de los mejores restaurantes de Nueva York. Como es de imaginarse el ambiente de aquella comida no era esa alegría que generalmente se experimenta cuando se reúnen personas para divertirse o pasar el tiempo lo mejor posible; todo lo contrario; había algo que presagiaba la tragedia que se avecinaba. En cuanto a mí, personalmente, experimentaba la alegría de poder ir pronto a Cuba a pelear por nuestra independencia; pero todos deseábamos que nada ocurriese a Martí, que era el alma del movimiento, y sin él, ¿cómo unir de nuevo a los cubanos? ¿Cómo preparar la guerra? ¿Cómo llevarla a efecto? Nosotros y los jefes cubanos que visitaban nuestra casa todos pensábamos lo mismo. Era la preocupación de todos. Es decir, con Martí estaba asegurada la independencia. Sin él no era posible.
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