Un soldado que combate todavía: José Martí

Written by Libre Online

5 de enero de 2022

(Parte I de II)

Por César García Pons (1953)

Estamos ya frente a José Martí. Su enorme figura, única para su patria, excelsa siempre para los restantes de nuestra banda atlántica, se alza ahora, no más que cien años después de encarnada en la endeblez física de un hijo de inmigrantes, de la tierra en que vino al mundo y se yergue, dueña ya plenamente de su destino, como la vimos en reciente creación escultórica: resuelta y tranquila, los rasgos del rostro serenos y firmes, las cuencas de los ojos depositarias leales de su tribulación callada, la mirada segura y dirigida, por sobre campos y ciudades, aguas y territorios, al infinito y a la frente limpia y clara, dispuesta al beso del sol.

Ya estamos frente a José Martí,  que se alza en medio del Continente Americano como la manifestación más eminente y acabada de su espíritu. Y si esa realidad moral pudiera traducirse en una colosal estatua blanca, la veríamos con los pies en el suelo dichoso que le dió vida y conserva sus cenizas, y el cuerpo, destacando de los accidentes geográficos, tan alto como para ser saludado, desde el monte Shasta hasta el Aconcagua, por voces viriles de pueblos libres confundidas al unísono, en grandiosa sinfonía, con los rumores del bosque, los silbos de las montañas y el arrullo del mar de América.

FRENTE A JOSÉ MARTÍ

Ya estamos frente a José Martí, fundador de Cuba, pensamiento americano, soldado de la libertad. Han transcurrido diez años, cuarenta y dos de los cuales son para sus andanzas y su sacrificio: la siembra; mientras los restantes pertenecen al tiempo de la germinación y el fruto. Cierto que dejó al caer, un pueblo libre con asiento regado por sangre de héroes y la suya propia. Cierto también, que le puso en papeles perdurables las consignas para el empleo de su libertad, y que le alumbró desde ellos el camino. Cierto, a su vez, que la historia dio la razón a su vida y a su palabra. Poder decir igualmente que los beneficiarios de su herencia milagrosa cumplieron con él sería el colofón envidiable para ofrendar en la fecha magnífica de su primer siglo.

¿Hasta dónde semejante afirmación podría sostenerse sin que la verdad de nuestra vida republicana lo rechazara por inexacta? Por lo pronto ni el Estado ni sus órganos -cuando existían- pudieron anotarse méritos bastantes. A todo se adhirió el cubano convertido en hombre público menos al desinterés, primera, precisamente, entre las virtudes preconizadas por el maestro.

Y al fracaso del individuo, esto es, de la acción aislada e independiente parece ya sumarse el de las masas que se fraccionan para la lucha y sustancias sus reinvindicaciones con objetivos meramente clasistas.

La gran empresa cubana del espíritu, la de la unidad en las aspiraciones y en los propósitos, empresa patria y nacional, no se ha producido. Cuba no es hoy, claro es, la colonia irredenta de 1895, ni el pueblo cubano un pueblo de colonos transigentes y sumisos. Empero, sueltas las manos y dueño de su suelo, debe preguntarse  qué hizo de ambas cosas.

El año 1953 se brinda como ninguno para un examen de conciencia. Si la luz -luz del pasado, luz de las vidas segadas por la liberación, luz de la solitaria estrella que esplende en su bandera -viniera a iluminarlo, tendría cuando menos, un acto de contrición que depositar junto a la tumba de José Martí.

Martí entra en la historia

Martí entró en la historia por el camino del sacrificio. Antes que ninguna otra cosa había sacrificado el corazón. Nació para la vida humana el 28 de enero y para la existencia inmortal el 19 de mayo. Para arribar a esta última fecha fue dejando a pedazos el alma en los últimos años. Fue rompiendo lo que podía serle caro: la paz de su intimidad. Así cuando llegó el momento de elegir entre la casa propia y la casa de todos que es la patria, entre los intereses de los suyos y los aparentes ajenos de sus compatriotas, prefirió los últimos. El dolor lo dobló en la cruz.

El alma desnuda por lo general está en las cartas. De cartas nos valdremos para penetrar en la intimidad de José Martí durante los días que más ilustran sobre su espíritu y para que asomen, como actores aquellos seres amados que fueron en su agonía de hombre y de revolucionario luz y sombra. Son seres con los que hay que contar porque sólo ellos explican a Martí, por la participación que tuvieron en su destino, en los momentos en que va a enfrentarse con la muerte para incorporarse, como antes dijimos, a la vida de la historia.

De regreso a New York

Cuando Martí retorna a New York, por agosto de 1881, procedente de Venezuela, a donde le lanza el caudillismo de Antonio Guzmán Blanco, como antes de México lo había excluído el de Porfirio Díaz y de Guatemala el de Justo Rufino Barrios, trae ya, definitivamente, el rumbo de su vida futura. Hasta su muerte el 19 de mayo de 1895, van a transcurrir catorce años, todos los cuales consagrará por entero a la realización del ideal que lo reclama, con renuncia de cuanto hombre como él podía amar  en el mundo; todos los cuales empleará en la tarea de arrancar a España de su isla natal y de dar a su pueblo la libertad. Van a transcurrir catorce años que representarán para el genio ser un hombre como cualquier otro en la gran cosmópolis estadounidense, un simple y común newyorker, un trabajador de cuello blanco que se gana penosamente la vida, que vende por pesetas su trabajo, que resiste la pobreza y se enfrenta con la necesidad de todos los días, olvidándose de sí mismo y de sus posiblidades, vuelto de espaldas al mundo que podría ser suyo a poco  que a sus exigencias sacrificara un tanto la demanda más alta de su espíritu.

¡Qué caso tan distinto…!

Repasando este período de su existencia, Andrés Ituarde, brillante escritor mexicano y acaso el extranjero que mejor ha visto la mentalidad de Martí, escribe: “¡Qué caso tan distinto de todos los demás escritores de América! ¡Qué escuela tan extraordinaria de esfuerzo y de humildad fue para él la gran ciudad devoradora de energía! Bello vive desterrado en Londres, pobre, naturalmente, pero en contacto con universidades y aristocracias. Es un señor americano venido a menos. Sarmiento -aunque es el que más se parece a Martí por sus tiempos de tendero y minero- es luego el amigo de un ministro chileno, y hace y deshace a muchos chilenos. Montalvo es la contrapartida de Martí, por su aristocratismo profundo. Su muerte en la escasez de  París, pero vestido de etiqueta y habiendo empleado sus últimos céntimesen flores, es un símbolo.

Don Manuel González Prada fue toda su vida un gran señor partidario y defensor de los que no tenían sus privilegios de herencia de raza y casta. Hostos mismo rechazó la aspereza y el anonimato de la vida neoyorkina, y fue el mentor de la enseñanza en Santo Domingo y el profesor respetado en Chile. Rodó fue siempre el intelectual de la altura de su Uruguay.

 Darío desde joven acepta la portección de la aristocracia chilena y los puestos públicos y la ayuda de los gobiernos hispano-americanos.

José Martí al fin y al cabo hijo de emigrantes, educado en la pureza de Mendive a cambio -cuando menos aparente o convencional – de limpiar los pizarrones y sacudir sillas, empleado de comercio en plena infancia, heroico busca-dor de su pan en Madrid, es el único gran americano que por muchos años se gana la vida a pulso y en la oscuridad, sin sacar la cabeza por encima de las demás gentes, con el pueblo de todas las tierras, tiritando con ellos bajo la nieve y el viento, sudando con ellos en los calores agotantes de que lo consuela el elevado y el vaporcito que lo lleva a Brooklyn, corriendo con su bombincito negro y su casaca común por todos los rincones de la gran colmena americana.

Basta su estatura corta y su salud frágil hacen más extraordinaria la lucha titánica de este hombre pequeñito que dijo que su «honda era la de David»

Decisión valiente

-Esto no fue solo fatalidad dice Iduarte— sino decisión valiente, Martí pudo pedir ventajas a los caudillos americanos. Un suelto en favor de Porfirio Díaz, el silencio ante la deposición de Izaguirre de la Escuela Normal de Guatemala, la aceptación de las ofertas de Guzmán Blanco —que sabía su mérito y deseaba comprar su decoro— le hubieran hecho consejero áulico, gran figura del periodismo mexicano, centro de la vida intelectual de Guatemala o Venezuela, persona importante, influyente, acomodada y rica. Pero Martí traía «la estrella y la paloma en el corazón».

 Experiencias americanas

Ese tiempo de New York está asistido para él de muy serias experiencias americanas. Ha conocido su Mediterráneo, las Antillas, por Cuba, su tierra, que sufre: el Centro del Continente, por México y Guatemala, el Sur, por Venezuela. Ahora vive en la entraña de Norteamérica, el pueblo grande a cuyo desarrollo asiste y de cuyos progresos se vale su pluma de periodista para contar sus pasos y su presencia en una doble dirección política: la de nación que se levanta, poderosa y fecunda, para su propio destino y la de nación que por lo mismo, por poderosa y grande, puede llegar a ser (eomo lo era ya, como lo fue  mucho más a seguidas) una amenaza para el resto de América. Esa visión de Martí le trajo muy pronto la imagen angustiosa de una América rota en su unidad de pueblos, de una América, patria mayor de todos los americanos, en que habría victimarios y víctimas. Y la de su pequeña tierra entre las últimas.

El político

El político que hay en él ya sabe lo que tiene que hacer: trabajar en silencio, obrar con cautela, para que no estorbase a la obra de redención cubana que se había impuesto, una suspicacia por parte de Estados Unidos, capaz de combatirla, pues que la independencia de Cuba debía servir como instrumento de la integral libertad americana. Empero, el hombre ¿sabe ciertamente lo que tiene que hacer? ¿El esposo, el padre ha podido adoptar línea tan independiente que no convierta su espíritu en campo de batalla donde irán a batirse los deberes contraidos, las discrepancias de la esposa, las necesidades del hijo?

En otras palabras: ¿el apóstol era conciliable con el jefe del hogar tradicional? ¿El Martí poeta y escritor que se casó en México con una señorita de hogar camagüeyano ancho y socorrido, podía ser, a la vez, el propagandista tenaz e incansable de la causa cubana, el organizador de su rebeldía definitiva, el creador de su guerra de independencia? En última instancia ¿patria esclava y hogar apacible se concillaban en el alma desde temprano relampagueante de hombre como él?

Carmen Zayas Bazán

Carmen Zayas Bazán. hermosa de cuerpo, careció de vuelo, es lo cierto. Y el destino histórico del hombre que sometió su corazón le puso en difícil disyuntiva, que ella resolvió en el sentido conservador que le aconsejaban su cuna, su educación, su familia y su horizonte de aristócrata mortificada por el camino azaroso a que, de haber amado abnegadamente a Martí, acaso la habría conducido el matrimonio. Pero, no eran ni su espíritu ni su mentalidad los que precisamente convenían a la compañera que en Martí hubiera sido almohada y no desvio, asidero y no ausencia, sacrificio y no fuga. Cuando Martí entregó su afecto a otra mujer de menos linajes y más humanidad combativa, Carmen Miyares, la venezolana que le brinda en su casa de huéspedes neoyorquina el hogar sustituto, ya la señora Zayas Bazán había puesto entre ella y su marido distancias insalvables.

En lo Hondo: Herido

Había ensayado Martí un avenimiento con la mujer a que se unió ante Dios y ante los hombres. Antes de su ida a Venezuela, a sus ruegos fue  Carmen a New York, con el pequeño de la mano, porque aún cuando ya Martí se sentía «con el corazón muy bien —y muy en lo hondo —herido: —por la mano más blanca que he calentado con la mía!», en esos instantes se jugaba la felicidad de toda su existencia, según escribió a  Miguel Viondi para explicar su petición de que ayudara económicamente a su esposa y a su hijo a embarcar hacia Estados Unidos.

Bien que recomendándole que nada de su precaria situación a Carmen dijera temeroso de que ese conocimiento estorbara el logro de la resolución que había tomado. Precauciones tales revelan hasta qué punto el hombre no podía desnudar su espíritu ni su pensamiento ante la única precisamente de las mujeres del mundo llamada a conocerlo como ninguna otra.

Carmen Miyares

Martí, Carmen, Pepito el hijo, se alojaron en la casa de huéspedes que ya mencioné, la de Manuel Mantilla que gobernaba, por invalidez del marido, ya vencido y melancólico, Carmen Miyares. Ahí estuvieron  bajo el  mismo techo y junto al hombre que representaba papel tan importante en sus vidas las dos Carmen, la que exigía cordura y sensatez en nombre de sus intereses de esposa y de madre, y la que, mujer de abajo, pobre, trabajadora y enérgica subvenía con su esfuerzo a la vida del marido y de sus tres hijos, y a la propia y, por añadidura alargaba su generosidad y su calor a todo el que necesitara de una mano tendida; la que sentía, sangre como era de pueblo de América, con los que por América trabajaban, la que fue  capaz de aceptar y aplaudir con devoción al ser excepcional que el azar cobijó un día en su casa de hispano-americanos.

“El concepto de la vida”

La presencia, con todo, de Carmen Zayas Bazán junto a Martí por este tiempo no pasaba de un intento de conciliación y ajuste. Y es por estos días precisamente que a Martí se le ocurre escribir un libro que ha de titular «El concepto de la vida». «Examinaré en él —dice— esa vida falsa que las convenciones humanas ponen en frente de nuestra verdadera naturaleza, torciéndola y afeándola- y ese cortejo de ansias y pasiones, vientos del alma». No llegó a escribirlo, pero, de fijo que de haberlo hecho, por sus páginas hubiera destilado, en buena medida la discordia hogarina que ya tomaba caracteres de alarmante escisión.

Su mujer le juzga un visionario y él por su parte, en radical oposición, se define así: «Usted, Viondi, sabe que, por imaginativo y exaltado que yo sea, he sufrido y penado bastante para que en mí corazón no quepa gozo que mi razón no crea justo. Lo imposible es posible. Los locos somos cuerdos». Y en un golpe de intuición segura y tranquila, que le desmiente dice uno de sus biógrafos —a los ojos de la esposa y del amigo, añadía bruscamente: «Aunque yo, amigo mío, no cobijaré mí casa con las ramas del árbol que siembro».

Aquella presencia de Carmen duró muy poco. La casita que al otro lado del Hudson montó Martí, y donde descansaba de su agotamiento como tenedor de libros y redactor de revistas y periódicos, se llenó un día de silencios y aprensiones. La señora Zayas Bazán retornó a su casona de Camagüey y llevó consigo al hijo de los dos. Martí salió entonces para Venezuela. Cuando regrese a New York se refugiará, como es natural, en la casa de los Mantilla. Allí, a poco, nacerá una niña. Marta, el cuarto hijo de Carmen Miyares.

Dos veces a New York

Carmen Zayas Bazán ha de volver aún por dos veces a New York. Una de ellas llamada de nuevo por Martí. la última invitada tan sólo a título de madre de su hijo- Mientras, Martí ha escrito «Ismaelillo»,  los versos que cosecha el amor a su Pepito, y mientras, también, se ha convertido en el primer corresponsal neoyorquino de los periódicos de gran tirada en Sur América.

Es, además, cónsul de Argentina y del Uruguay y redactor de periódicos norteamericanos. Políticamente se va haciendo de los hombres del presente: las emigraciones cubanas en Estados Unidos, y de los hombres del pasado, los que mantuvieron la guerra grande y andan dispersos añorando la manigua para pelear de nuevo.

Empero, la esposa se cansa de aquellos trajines revolucionarios, y un día Enrique Trujillo, director cubano de «El Porvenir», se aviene a comunicarla con el cónsul de España en New York, para jugarle a Martí la mala pasada de que la reintegre al suelo patrio aquella autoridad española. La quiebra moral esta ves es ya definitiva.

La hija de la otra Carmen

En tanto, crece Marta, la hija de la otra Carmen, convertida ya en pianista, y crece el desasimiento de Martí por una vida que se lo negaba todo. Don Mariano, su padre, ha estado, invitado por él, y a su costa, en New York, y, muerto éste en 1887, también Doña Leonor. La visita del primero sirvió para que el hijo pudiera reconciliarse de corazón con el padre rudo de los días de su infancia en el colegio de Mendive. La de la madre para darle el último beso, ya que no volverían a verse.

Los tropiezos de un mundo que se alzaba, organizado, frente a sus designios, le fueron estropeando los andadores. Un día se quedó sin los consulados, otro sin la colaboración a algunos importantes periódicos. Para colmo, un discurso suyo provoca un choque moralmente sangriento con personajes significativos de la Guerra de Yara.

A la postre, pudo escribir de sí mismo: «Mi porvenir es como la luz del carbón blanco, que se quema él para iluminar alrededor ‘Siento que jamás acabarán mis luchas. El hombre íntimo está muerto y fuera de toda resurrección, que sería el hogar franco y para mí imposible, donde está la única dicha humana o la raíz de todas las dichas. Pero el hombre vigilante y compasivo está aún vivo en mí como un esqueleto que se hubiese salido de su sepultura; y sé que no le esperan más que combates y dolores en la contienda de los hombres, sé que es preciso entrar para consolarlas y mejorarlos. La muerte o el aislamiento serán mi único premio.

La necesidad de juntar

La necesidad de juntar a los hombres, de atraer a los viejos caudillos del 68, le obliga a viajar por territorio americano, por Tampa y Cayo Hueso, asiento en el Sur de tabaqueros emigrados, y por los mares antillanos que son el primer plano de su marco histórico. Ya a Santo Domingo, al objeto de ultimar con el Generalísimo Máximo Gómez, viaje que aprovecha para visitar en Jamaica a la madre y a la esposa de Maceo que residen en Kingston, seguro de que el homenaje a esas nobles mujeres ablandará el ánimo del bravo mulato, ahora residente en Costa Rica, y es donde no tarda en ir seguidamente Martí para incorporar su brazo a la nueva contienda.

Un último viaje a México, no exento de objetivos revolucionarios, le pone delante otra vez la época en que, con veintidós años solamente, amó a Rosario de la Peña, la española famosa de los versos de Acuña; en que escribió «Amor con amor se paga” para el teatro de la antigua ciudad Virreinal; en que dio las primicias de su periodismo político y conoció y hubo de casarse con Carmen Zayas Bazán. Allí, también, ahora Manuel Mercado, Justo Sierra, entre los amigos de entonces. Y poetas de reciente promoción, Gutiérrez Nájera, Urbina. Ya lo sucesivo cruzará tan sólo el mar para reunirse en Santo Domingo con Máximo Gómez y arribar de inmediato a las playas cubanas.

Vive para la guerra

Martí a estas alturas vive tan solo para la guerra y por la guerra que prepara. Sobre esto dijimos nosotros hace un tiempo y repetimos ahora, que poeta, artista, hombre de pensamiento y de espíritu, escritor  sobre todo, reunió y equilibró como nadie las condiciones indispensables del cubano que debiera acometer la tarea que la historia le puso a él delante y que él con decisión absoluta aceptó.

A las experiencias dolorosas del pasado de su patria y de los pueblos hermanos, sumó una visión profunda, realista de las circunstancias de su tiempo, y debiendo rehacerlo todo, desde la manera de decir hasta la manera de obrar, comenzó por ordenar y fijar el pensamiento en que los cubanos hallarían la justificación del empeño.

A eso responden las bases del partido revolucionario cubano y sus estatutos secretos. A eso su rechazo de  la idea de la anexión, apoyándose en la propia actitud de Estados Unidos que respecto al pueblo de Cuba «niega su capacidad, insulta su virtud y desprecia su carácter».

A eso su respuesta a “The Manufacturer», de Filadelfia, que pretende opiniones para esclarecer si conviene o no a Norteamérica la anexión de la Isla, respuesta que carga a la tendencia anexionista la parte de responsabilidad que le corresponde en el retardo del proceso político cubano.

Poco después «Patria» diría, por la propia pluma de Marti, y sin ambages, que era el pueblo de Estados Unidos pueblo distinto al nuestro, que tenía sobre nuestro país «miras de factoría y de pontón estratégico», que era una república que se declaraba ya agresiva y que nos comprendía, «como puesto de defensa necesaria, en su plan de agresión”.

Ante el autonomismo

Al autonomismo ya a esta altura lo despachó Martí con dos adjetivos precisos. Ciegos y desleales llamó a sus hombres. Ciego al que creía de buena fe en la posibilidad de que España otorgara libertades suficientes; desleal al que «por miedo a la verdad y al necesario sacrificio —escribió— contribuya a sostener, contra su propia opinión, la esperanza hueca de un país de sangre viva y ociosa, y de necesidades impacientes, en una política sin pan ni porvenir, en una política sin seguridad y sin honor, en una política de quiebros y de bofetadas». . .ése es culpable de veras, porque es desleal». «Es desleal a su patria en la hora decisiva».

Todo Armónico

La guerra de independencia fue para Martí un todo armónico. La guerra, dijo, es un procedimiento político. Desde «Patria», en su número primero, aparecido el catorce de marzo de 1892, como órgano oficial del Partido Revolucionario, lanzó a los cuatro vientos la justificación cabal de la guerra:

 «Es criminal afirma quien promueve en un país la guerra que se le puede evitar; y quien deja de promover la guerra inevitable. Es criminal quien ve ir al país a un conflicto que la provocación fomenta y la desesperación favorece, y no prepara o ayuda a preparar, el país para el conflicto. Y de crimen es mayor cuando se conoce, por la experiencia previa, que el desorden de la preparación puede acarrear la derrota del patriotismo más glorioso, o poner en la patria triunfante los gérmenes de su disolución definitiva. El que no ayuda hoy a preparar la guerra ayuda ya a disolver el País.  La simple creencia en la posibilidad de la  guerra es ya una obligación, en quien se tenga por honrado y juicioso, de coadyuvar a que se purifique, o impedir que se malee, la guerra probable. Los fuertes prevén; los hombres de segunda mano esperan la tormenta con los brazos en cruz».

 Como un anticipo de lo que ha de ser en su momento el Manifiesto de Montecristi, dirá ese propio día y en el mismo artículo, mirando a los irresolutos, a los negros y a los españoles:

«La guerra es, allá en el fondo de los corazones, allá en las horas que la vida pesa menos que la ignominia en que te arrastra, la forma más bella y respetable del sacrificio humano».

«Para todos los cubanos, bien procedan del continente donde se calcina la piel, bien vengan de pueblos de una luz más mansa, será igualmente justa la revolución en que han caído, sin mirarse los colores, todos los cubanos».

Y después: «No es el nacimiento en la tierra de España lo que abomina el antillano oprimido: sino la ocupación agresiva e insolente del país donde amarga y atrofia la vida de sus propios hijos. Contra el mal padre es la guerra, no contra el buen padre». «El hijo ha recibido en Cuba de su padre español el primer consejo de altivez e independencia».

Sentido trascendente

Empero, la guerra cubana ha de tener y tiene, además, para Marti, un sentido trascendente, de americanidad y de universalidad, que la auspicia como necesidad y la realza como suceso. Y él agrupa sus implicaciones en síntesis magistrales: «La guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de cruzar, en plazo de pocos años, el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio aún vacilante del mundo».

Carta a Manuel Mercado

Esta imagen de Martí, que se proyecta sobre los mares antillanos con el trasfondo de América y la concurrencia de factores internacionales, no se libraba de la única preocupación política que nunca pudo exponer al temor de hacer daño a su causa; la posición de los Estados Unidos. A eso mira, sin duda, el artículo sexto de las bases del partido revolucionario cuando afirma que éste se establece «para fundar la patria una, cordial y sagaz, que desde sus trabajos de preparación y en cada uno de ellos, vaya disponiéndose para salvarse de los peligros internos y externos que la amenacen…» Sobre esto dirá explícitamente la víspera de la muerte en carta a Manuel Mercado: «…ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber— puesto que lo entiendo y tengo ánimo con que realizarlo— de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan sobre las Antillas Ios Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso». Lejos estaba de admitir ta beligerancia de Estados Unidos y su participación en la guerra que levantaba. Y muy lejos de pensar, desde luego, que el drama terminaría peleando y entendiéndose por su cuenta España y Norteamérica, con su amada isla intervenida y la de Puerto Rico conquistada por bandera extraña, representativa de las fuerzas agresivas– y que ahora se inauguraban como gran potencia —a que quiso oponerse incluso para salvar «el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa».

 (Finalizará la próxima semana)

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