Por J. A. Albertini, Especial para LIBRE.
Al amigo escritor Rollando Morelli, por su insistencia para que yo escribiera esta historia real.
La conocí a mediados del año 1961 en el Bar Televisión, localizado en un paraje campestre. Tramo inicial de la carretera Santa Clara a Manicaragua; cerca de Majanita, cuartería-solar fuera de la ciudad, en la cual autoridades del régimen castrista habían concentrado a las prostitutas de Majana, antigua zona de tolerancia enclavada, dentro del perímetro urbano, a orillas del río Bélico. Majanita constituyó la primera medida local para, aislar primero y luego erradicar la prostitución de la ciudad.
VERANO DE 1961
Era verano. El descalabro de Bahía de Cochinos había mellado la resistencia interna contra el castrismo y las fuerzas represivas del régimen se esmeraban en no perder la ventaja.
Aquel atardecer, de un agosto caliente, Pedro Álvarez Triana y yo concurrimos al Bar Televisión. Fuimos a reunirnos con un enviado de Tomás San Gil, connotado jefe guerrillero de la Sierra del Escambray. La intención era que acogieran en las montañas a dos miembros perseguidos de nuestro movimiento, Directorio Revolucionario Estudiantil, (D.R.E.) que rehusaban partir al exilio. Querían seguir luchando dentro de Cuba. Sin embargo, para ellos el clandestinaje estaba agotado. Por medio de un contacto el emisario nos hizo saber lugar y hora.
Enriqueta y sus pupilas
En aquellos momentos el Televisión era el único sitio en su género que proseguía en el negocio.
Para nadie era secreto que la propietaria, Enriqueta, y sus pupilas, cuando la toma de Santa Clara por las fuerzas revolucionarias en diciembre de 1958, auxiliaron eficazmente a los combatientes que por días cercaron y batallaron contra la guarnición del Cuartel 31 de la Guardia Rural.
Enriqueta, fiera antibatistiana, convirtió el bar en enfermería y cocina de campaña. Una de las primeras revistas Bohemia de enero de 1959 publicó una foto, cuyo pie de grabado reza: “Jóvenes y valientes amas de casa, desafiando el peligro, alimentan a las fuerzas del Directorio Revolucionario 13 de marzo“. La instantánea de Bohemia provocó admiración nacional. Sin embargo, entre algunos residentes de la ciudad, además de elogios, destapó sonrisas.
Cierto fue que dos mujeres jóvenes transportando recipientes llenos de alimentos, bajo una lluvia de tiros, corrían hacia las posiciones insurgentes. Lo que la revista omitió, o no quiso decir, fue que dos de las más hermosas y solicitadas muchachitas de Enriqueta resultaron ser, merecidamente, las “vecinas valientes”.
Amistad con Cubela
Enriqueta gracias a los servicios prestados, durante la Batalla de Santa Clara, trabó amistad con el comandante Rolando Cubela y otros líderes militares de la revolución vencedora.
Más tarde el comandante Félix Torres, al ser nombrado jefe del “Plan Escambray”, se convirtió en asiduo del bar. El libidinoso anciano, desde los primeros días del triunfo, se había prendado de la despampanante Isora, una de las heroínas de la revista Bohemia.
Con lógica razonable, aunque nunca hubo verificación, se comentaba que el Bar Televisión continuaba operando porque Enriqueta, además de sus vínculos con el castrismo, era informante de la policía política (G2).
Desde la carretera la apariencia del Bar Televisión resultaba agradable. Un gran rancho de construcción cuadrada lleno de claridad, paredes bajas, piso de cemento rústico y techado con pencas de palma cana. Al fondo, rebasado el salón, un edificio de ladrillos servía de administración, almacén y habitaciones de faena.
El Benny en la vitrola
Cuando llegamos, Benny Moré se desgañitaba en la vitrola… Camarera, camarera, eres la camarera de mi amor…
Eran las seis de la tarde. Escaseaban los parroquianos. Algunos obreros dispersos, en una u otra mesa, a todas luces recién concluída la jornada laboral, jugaban a los dados, bebían y coqueteaban con las camareras. Las horas de la noche, para el negocio, resultaban las más florecientes.
Lo reconocimos por la descripción facilitada. Tomaba cerveza; sonreía y hablaba con una mesera de facciones achinadas. Nos aproximanos. Amplió la sonrisa y con naturalidad invitó.
“La China” trajo
las bebidas
—Tomen asiento.
Instintivo miré en torno.
Comprendió y, en voz baja dijo.
—Para una reunión de este tipo, es un buen lugar —reflexionó y con ironía terminó—. Se ha convertido en nido de Félix Torres.
La mujer seguía allí. Nuestro recelo fue visible.
—La China es de confianza. Trabaja aquí —aclaró.
—Soy de la casa —ella dijo con ironía velada. — ¿Qué van a tomar…?
Al igual que el contacto pedí cerveza. Pedro un vodka con agua de soda y limón.
“La China trajo las bebidas”. Se mostraba solícita y relajada. A un llamado del cantinero, sin perder la sonrisa, fue a servir otra mesa.
Al alejarse la contemplé con más detenimiento. Vestía blusa blanca y saya holgada de color azul. Calzaba mocasines grises y prescindía de bisutería. A simple vista se veía la mezcla de chino con mulata. Aparentaba menos de 27 años de edad. El rostro sin afeites, de piel aceitunada, redondo de pómulos definidos y facciones agradables, escurría calma. El cabello negro y grueso lo peinaba en melena corta y rebelde. Cuerpo ágil y delgado; estatura mediana y feminidad de atributos comunes. Nada en su porte delataba el oficio.
El hombre, de incontrovertible origen campesino, precisó:
—Deben llevar hierros propios y tiros. En las lomas sobran hombres pero faltan hierros.
—En eso no hay problema. Uno tiene un M-1y el otro una carabina San Cristóbal con peines de repuesto y balas —dijo Pedro.
El “San Cristóbal” dominicano
—El “San Cristóbal” dominicano es una mierda. Casi siempre, cuando disparan mucho el cañón se joroba. Pero bueno, a falta de pan cazabe.
—También les daremos cuatro granadas —intervine.
—Eso suena mejor —se animó.
Por unos segundos bebimos en silencio.
Los parroquianos se hicieron menos. Algunas meseras barrían el piso del salón. Otras limpiaban mesas y sillas. Pronto sería la jornada nocturna.
—Mañana, al mediodía uno de ustedes, solo uno —enfatizó —llevará a los muchachos al Parque de la Audiencia. Allí los entregarán.
— ¿Cómo se identificará a la persona…?
—Eso está resuelto —respondió.
Al retirarnos, Blanca Rosa Gil acaparaba la vitrola.
Sombras nada más/ acariciando mis manos/ sombras nada más/ en el temblor de mi voz…
La tensión de días de encierro
Temprano, al día siguiente, fui a la casa de seguridad en la que ocultábamos a los colegas. Orlando era del movimiento en Sancti Espíritus y Faustino de la directiva en Cienfuegos. La tensión de días de encierro, con la amenaza constante de ser descubiertos, se reflejaba en sus rostros.
Cambio de vestuario y apariencia, al salir a la calle, les infundió cierta confianza. El lugar de la cita no estaba lejos. Recuerdo que durante el trayecto fingimos desenvoltura. Hablamos de cine y deporte.
Llegamos, por precaución, antes de lo acordado. El Parquecito de la Audiencia se bañaba en sol y una pareja de niños patinaba ruidosamente. De la fuente central ya no fluía agua y en su pedestal la estatua del general José Miguel Gómez soportaba el calor. En las escalinatas del Palacio de Justicia, el flujo de personas, en uno u otro sentido, discurría normal.
Obsesionado por los fusilamientos diarios que el castrismo ejecutaba, a nivel nacional, contra los opositores activos y cuyos nombres, para amedrentar a la población, se publicaban, en estricto orden alfabético, en cada edición matutina del periódico oficialista Revolución, miré para el pedazo de pared; resto histórico, en Santa Clara, de un paredón de fusilamiento colonialista. Memoria pétrea de nuestra última guerra de independencia. La que José Martí llamó: “justa y necesaria”.
El “Paredón de la Audiencia”, como popularmente se le conoce, queda a un costado del Palacio de Justicia. Allí, contra los ladrillos añejos que, en sus tiempos formaron parte de un cuartel español, entre los años 1896 y 1897, fueron fusilados cinco independentistas cubanos. Una tarja de bronce, asegurada en lo alto del muro, recoge el nombre de las víctimas y fechas de ejecución.
Miré el reloj. Aún no eran las doce. Orlando y Octavio, sentados en el muro de la fuente, fumaban cigarrillos. Yo, cerca de ellos, daba paseítos cortos y sudaba. ¿Quién vendrá…? ¿Cómo sabrán que somos nosotros…?, me preguntaba.
Nuestros nombres en una
segunda tarja
El paredón volvió a mis ojos. Era una constante desde que a Pedro Corzo se le ocurrió la idea de realizar allí, a plena luz del día, fingiendo que haraganeábamos, algunas reuniones de nuestra célula conspirativa. En más de una ocasión, en broma macabra había dicho: “Pronto nuestros nombres tendrán una segunda tarja“.
Entrando al parquecito por la avenida Paseo de la Paz la vi venir. Era la China. Caminaba sin prisa. La tela sencilla del vestido veraniego y los mocasines que calzaba le otorgaban aires adolescentes.
Desenvuelta y sonriente, como si fuésemos amigos de siempre, saludó. Sin dejar de sonreír reclamó atención.
—Ven esa máquina que acaba de parar por la calle Juan Bruno Zayas. En ella me llevo a los muchachos.
Al unísono volvimos la mirada. Junto al borde de la acera que daba inicio a los escalones de acceso al parque se estacionaba un viejo automóvil Plymouth, color azul oscuro.
— ¡Andando! —urgió.
Qué buena conspiradora…
A propósito me aparté del grupo. Entonces “La China” dijo:
—Tú vienes hasta la máquina. Es una despedida normal.
A punto de abordar el automóvil estreché las manos de Orlando y Octavio. “La China”, con naturalidad me besó la mejilla derecha. Después, se acomodó cerca del conductor, un mulato de mediana edad y rostro afable.
El vehículo se movió. La China asomó el rostro por la ventanilla. Me miró y fingiendo entusiasmo, exclamó:
— ¡Nos vemos en casa de tu tía…!
El automóvil hizo derecha en la Carretera Central. Volvió a torcer derecha en el Paseo de la Paz y ganó velocidad.
No paran hasta Manicaragua, y si todo sale bien pronto estarán en el Escambray. ¡Qué buena conspiradora es esta mujer!, pensé.
Por varios meses la perdí de vista.
(Continuará la semana próxima)
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