Por Esteban Salazar Chapela (1952)
Todos los años, al llegar el 12 de octubre, hay en el mundo de habla española (peninsular y americano, hispanoamericano) un acto que conmemora la inmensidad del descubrimiento de 1492.
La escena fue tan insólita y al mismo tiempo tan trascendente para Europa y América, para el globo entero, que no es extraño continúe fascinando a los historiadores, a los poetas e incluso a las personas menos curiosas del pasado: unos hombres, y muy pocos, vestidos de gala para la ocasión, que desembarcan en una costa desconocida; una toma de posesión de esta costa con pregón y bandera desplegada; un veedor que levanta acta del acontecimiento: unos indígenas desnudos, y sin duda estupefactos, que miran fijamente el atuendo de los llegados y el misterio de sus ceremonias.
Eso fue todo. El almirante llamó a los capitanes que saltaron a tierra, y a Rodrigo de Descovedo, escribano de toda la Armada, y a Rodrigo Sánchez de Segovia, y dijo que le diesen por fe y testimonio como él por ante todos tomaba, como de hecho tomó posesión de la dicha isla por el Rey y por la Reina sus señorías, y haciendo las protestaciones que se requieren. La estampa es maravillosa. La estampa queda fijada como una de las más bravas, trascendentales y poéticas de la Historia Universal.
Sin embargo, América para este caso Hispanoamérica, ha caminado tan presto desde aquel día, está ya tan repleta de hechos, cuenta actualmente con tantas y tan perfiladas naciones, tiene tan numerosas y bellas ciudades y vive una vida material espiritual tan de acuerdo con los países más prósperos, que hoy ya cuesta cierto trabajo remontar el río de su historia, es decir, recorrer su historia hacia atrás.
La rutina combinada a veces con la ignorancia tiende a simplificar las cosas. Pues de esa historia que va desde el 12 de octubre de 1492 hasta nuestros días por regla general, no se percibe otra cosa, cuando se trata de Hispanoamérica, que dos destellos, ambos bélicos: la espada de los conquistadores (Cortés y Pizarro principalmente) y la espada del Libertador. ¡Qué simplicidad, qué simpleza! Entre ambas espadas se extiende, empero, una hazaña callada, en manera alguna insignificante, sin la cual la espada del conquistador hubiera sido baldía y la espada del Libertador ni siquiera hubiera existido si la labor de España en América hubiera sido solamente violenta o únicamente utilitaria (y nadie niega que hubiera de lo uno y lo otro en las proporciones inevitables), de España quedaría en América lo que nos queda de Cartago, ni un paredón en ruinas.
No quisiéramos pecar de chovinistas ni mucho menos herir las susceptibilidades de nadie; pero si hemos de elegir un verbo, porque alguno hemos de elegir, para definir esa acción de España en América, ninguno nos parece más adecuado que el verbo sembrar. Primero, siempre en el sentido corriente y directo de la palabra, y en el sentido de sembrar (semináre) los campos, después de haber desembarcado en América la pingue cultura agrícola acumulada en Europa (España) con los siglos; segundo, siempre en el sentido intelectual, en el sentido del espíritu, llevando América la organización estatal más avanzada entonces de Europa, el vehículo civilizador de la gran lengua, toda la enorme literatura de los siglos de oro españoles y de las edades clásicas y al mismo tiempo la religión, fuente viva de cultura en la época; tercero, siembra (permítasenos la metáfora) de humanidad, la unión del español con la India, el injerto en la población aborigen de la sangre de Hispania fecunda, como dijo Rubén Darío.
Cualquiera de esas siembras requeriría para su exposición más espacio del que disponemos aquí. Seamos, por lo mismo, sucintos. El amor a la tierra y la voluptuosidad por su cultivo lo sintieron los conquistadores españoles, muchos de ellos hombres del campo, muy entrañablemente desde que pisaron América. Además, la misma hermosura de las nuevas tierras sin límites agudizaba este espíritu campesino. (Las sierras y las montañas, las vegas y las campiñas, y las tierras tan fermosas a gruesas para plantar o sembrar, para criar ganados de todas partes).
Cortés plantó en México la caña de azúcar e instaló en Cuernavaca una industria azucarera, siguiendo con ello el ejemplo de Gonzalo de Velosa, y fue el primero que llevó a la Española los maestros azucareros e instaló un trapiche. Bernal Díaz del Castillo sembró también en México las primeras simientes de naranjas, y vio sus árboles crecidos.
La primera mujer que llegó a Nueva Castilla doña Inés Muñoz esposa de un hermano de Pizarro sembró el trigo lo sembró en una maceta con el mismo amoroso cuidado con que hubiera podido sembrar un rosal. (De ese tiesto procedieron después las grandes cosechas.) La vid, y ensayaron primero en las Antillas y en Panamá, se aclimató perfectamente en California, en el Perú y en Chile. (En el Perú vendimió por primera vez Hernando de Montenegro en 1551 y le pagaron la uva a medio peso de oro la libra. Ya en el siglo XVI eran muy considerables la cosecha de vino del corregimiento de Ica, de las provincias de Charcas y de los valles de Nazca y Pisco). El olivo lo importó al Perú un caballero principal, don Antonio de Rivera, quien llevó las posturas desde Sevilla en 1500. (De esas posturas proceden casi todos los olivares de América). Y de igual modo pasaron al flamante continente el arroz, el cáñamo, la morera, el melocotón, la sidra o toronja, el albaricoque, el espárrago. Con cada una de estas importaciones iban sus técnicas respectivas de cultivo, sus aperos de labranza (los indios no conocían el arado, instrumento básico agrícola) y a veces algunos labradores.
Un deseo ferviente parecía dominar a todos los españoles, e incluso a los más guerreros: abrir aquellas tierras para fecundarla, para arrojar en ellas las semillas milenarias de la península. ¡Cuán lejos estamos con esta realidad comprobada de la pintura que presenta los conquistadores españoles maniáticos, hipnotizado con los placeres o arenales de oro, con la diestra cortando cabezas y con la siniestra rebañando pepitas áureas! Hace ahora más de un siglo que el Barón de Humboldt, a quien tanto admiraba Bolívar, nos decía en su Essai politique sur la Nouvelle Spagno (tomo II, página 479) todo lo necesario para destruir aquella inepcia: cuando estudiamos la historia de la conquista, admiramos la actividad extraordinaria con que los españoles del siglo XV extendieron el cultivo de los vegetales europeos en las planicies de las cordilleras, desde un extremo a otro del continente. Los eclesiásticos y sobre todo los frailes misioneros, contribuyeron a esos progresos rápidos de la industria. Las puertas de los conventos y los curatos eran almácigas de dónde salían los vegetales útiles recientemente aclimatados.
Los mismos conquistadores se dedicaban en su vejez a la vida de los campos. Aquellos hombres sencillos, rodeados de sus indios, cultivaban de preferencia las plantas que le recordaban el suelo de Extremadura o de las dos Castillas, como para consolarse de su soledad. No es posible leer sin el mayor interés lo que refiere el inca Garcilaso acerca de la vida de aquellos primitivos colonos. Cuenta, con un candor que conmueve, cómo su padre, el valiente Andrés de la Vega, reunió a sus viejos compañeros de armas para compartir con ellos los tres primeros espárragos que se dieron en el llano del Cuzco.
Con las plantas y los árboles españoles pasaron los animales domésticos que los indios no conocían. (Solo los indios del sur tenían en domesticidad a la llama). De suerte que el caballo y la vaca, el cerdo, la cabra y el carnero, las aves de corral (gallinas, patos, palomas, etc) emigraron a América para multiplicarse en ella, servir de auxilio o sustento y dar base a nuevas industrias. (Por ejemplo, la industria de la lana. En el orden textil los indios mexicanos y de otras zonas del sur solo trabajaban el algodón. Además de la industria de la lana, los españoles introdujeron con idéntica rapidez la del hilo y la seda también desconocida ahí).
Los caballos se multiplicaron enseguida extraordinariamente, a tal punto que pronto se vieron por aquellas extensiones desmesuradas grandes golpes de caballos salvajes, alzados o cimarrones, de los cuales se casaba únicamente los potros para domarlos. Fernando Gutiérrez introdujo el ganado vacuno en el Perú hacia 1539 y por estos años el capitán Salamanca llevó a sí mismo los ganados lanar y de cerda. Antes de acabar el siglo XVI ya se mataban anualmente en Lima 2.700 vacas, 200.000 carneros, 12.000 cerdos e innumerables gallinas, patos y pavos.
En 1533 se funda la Universidad de México, primera de América, a México siguen Lima (Universidad de San Marcos) en 1551. Santiago de Chile, en 1628, Córdoba en 1627, y Manila en 1645, La Habana, en 1670. Hubo además universidades en Mérida de Yucatán, en Chiapa, en Guadalajara. En Santo Domingo, en Guanaca y varias menores en Cuba, además de la de La Habana. Las más importantes (por razón de importancia de los reinos) fueron las de México y Lima, ambas establecidas con la misma organización que la de Salamanca y ambas con cátedras de idiomas americanos todas estas universidades llegaron a 20) tenían cuadros de profesores tan excelentes como sus hermanas de la metrópoli. En el cuadro de profesores de la de México figuraron nada menos que el filósofo Alonso de Veracruz (agustino), el doctor Bartolomé Frías de Albornoz y el gran humanista toledano Francisco Cervantes de Salazar, quien por cierto fundó después en la capital una escuela particular (1550).
Tan importantes como las universidades fueron las escuelas primarias y los colegios, y unas y otras en manos de religiosos. Entre los colegios que fueron numerosos y se extendieron por todas partes señalemos el de San Pablo en México (1533), el de Santa Cruz en Tlalteco (1536), el de San Gregorio, establecido para indios hijos de caciques (1573) el de San Juan de Letrán, fundado para mestizos y mestizas por el virrey Mendoza, el Colegio Máximo (1576), famosísimo, que debimos al celo del Padre Pedro Sánchez. (De este colegio salieron numerosos enviados a estudiar los idiomas de los indios y difundir la instrucción por toda la comarca. Había muchos maestros (frailes) que hablaban varias de las lenguas de los indios, como hubo también muchos indios que aprendieron el latín, además del español y llegaron a ser consignados latinista). Lima tuvo pronto siete colegios, el Cuzco, nueve. En Chile hubo asimismo varios, además de un Colegio de internado (convictorio), llamado de San Francisco. En 1601 se fundó en Filipinas un colegio laico de nobles y en 1611 otro de dominicos, que fue la base de la futura Universidad, fundada, como ya hemos dicho en 1645.
Al mismo tiempo que los colegios brotaron las escuelas primarias. La primera la fundó en Texcoco (México) en 1522 el lego Pedro de Gante, de la familia imperial. A ella siguieron otras (también de Gante) en la capital, cundiendo enseguida el ejemplo. Si la escuela estaba en el campo o en un pequeño caserío se enseñaban únicamente lectura, escritura, algo de aritmética a veces y doctrina; si la escuela estaba en una ciudad, a los indios e indias (pues había escuelas especiales de indias) se les daba, además de lecciones de canto, música y latín.
En 1506 ordenaba Felipe II, refiriéndose a la Argentina, que se establecieran escuelas gratuitas para los indios que voluntariamente quisieran aprender la lengua castellana. Claro es, el resultado de estas escuelas no se podía medir de momento por su titánico esfuerzo, pues la instrucción tropezaba al principio con extraordinarios obstáculos, entre los cuales no eran los menores el desconocimiento del español y lo desperdigados que estaban los indios en algunas regiones, como ocurría por ejemplo, en Chile.
Con todo basta leer los cuestionarios desde el siglo XVII para percibir la intensidad y extensión de esta obra de educación popular. A la pregunta: si hay en este pueblo algunos indios que sepan leer o escribir o alguna ciencia, y nos encontramos con que Amantlam, pueblo de 238 indios, tiene 70 niños y niñas que van a la escuela desde los 5 años, y 15 indios que saben leer y escribir; Ocelotepeque, con 50 casas, tiene 24 indios que saben leer y escribir en lengua zapoteca y mexicana; Charapote está habitado (dice la respuesta) por gente más política (educada, pulida) que la de otros pueblos indios y tienen en el lugar un maestro indio que enseña a escribir, etc. Más inmediato todavía fueron los efectos en las numerosas escuelas de arte y oficios, donde los indios asombraron a los españoles con su destreza y probidad.
Con los colegios, las universidades y las escuelas primarias y de artes y oficios pasa a América la imprenta. La primera fue la de México, establecida en 1538 (cien años antes que la de Boston), de la cual apareció en 1539 el primer libro publicado en América: Breve y más compendiosa Doctrina Cristiana en Lengua Mexicana y Castellana.
En el último cuarto del siglo XVI contaba Nueva España con cuatro imprentas y en 1761 ya había 6 solamente en la capital Lima tuvo imprenta en 1584, Guatemala en 1667; Paraguay en 1705; Santa Fe de Bogotá en 1738; Quito en 1755, La Habana en 1765; Buenos Aires en 1766. Naturalmente, ni con estas imprentas, ni otras establecidas luego tuvo a América suficientes para cubrir su demanda de libros, de modo que pronto volaron a nuevo continente las obras preclaras clásicas y españolas, y sin distinción. Subrayamos sin distinción porque hubo un decreto de Carlos V (abril, 1531) por el cual se prohibía embarcar a Las Indias libros de romance, de historias vanas y de profanidad, como son el Amadis y otros de esta calidad. Este decreto se repitió en 1534 (todavía Carlos V) y en 1575 (ya Felipe II) debido a que… no se cumplía.
La razón de esa prohibición era clara aunque absurda: que los indios no perdieran el respeto a la letra de imprenta al ver en libros imaginaciones y fantasías (mentiras) en vez de cuestiones relativas a la fe (verdades). Más tal veto pretendía poner puertas al campo. América no estaba ahora poblada únicamente por inocentes catecúmenos, sino también por españoles, criollos y mestizos, a muchos de los cuales, comenzando precisamente por los de arriba (virreyes, gobernadores, dignidades de la Iglesia, nueces de residencia, y universitarios, etc.) les hubiera sido muy duro privarse de mentiras. El resultado cae de su peso: A América llegaron torrencialmente, a veces sin tapujos, a veces en barriles que simulaban contener vino) los clásicos griegos y latinos, la poesía y el teatro españoles, las obras de los humanistas (Vives sobre todo), las novelas pastoriles y picarescas, los libros de caballería. Luego no se habló más de la prohibición.
En la segunda mitad del siglo XVI ya eran frecuentísimas las remesas de 30 o 40 cajas (20 o 100 libros por caja), dirigidas a un solo destinatario. En enero de 1601 se registra un envío de 80 cajas (1000 volúmenes). Del Guzmán de Alfarache (1599) pasaron a América en una sola remesa 490 ejemplares. Es sabido que la mayor parte de la primera edición del Quijote (1605) fue a las Indias.
Con los establecimientos educativos la imprenta y los libros pasa a América el teatro, inmediatamente comienza a representarse en México y en Lima; la arquitectura que absorbe enseguida el arte indígena y da lugar a los magníficos edificios (catedrales, palacios, etc) de un estilo que ya podemos llamar hispanoamericano; la pintura que también no deja penetrar del ambiente y echa las bases de las pinturas peruanas y mexicanas. La música que asimismo se transforma y vuelve siglos después a Europa en sones internacionales, como el tango argentino, por ejemplo. Esta emigración artística, junto con la puramente intelectual y científica crea con sus establecimientos de enseñanza adecuados en la atmósfera propia para que broten en América rápidamente artistas, poetas, dramaturgos, historiadores, científicos.
En poesía, ya en 1585 hubo un concurso Nueva España al cual se presentaron la friolera de 300 poetas. Por el mismo tiempo había indios y mestizos que traducían a León Hebreo, al Petrarca y a Ovidio. En fin basta citar los nombres imborrables de Sor Juana Inés de la Cruz, de Amarilis (la poetisa corresponsal de Lope de Vega, o acaso doña María de Alvarado) del cacique indio Juan Santa Cruz, de los incas Ayala, Diego de Castro y Garcilaso y del cuzqueño mestizo Cristóbal Medina para juzgar de la excelencia del ambiente y de la penetración de la cultura española más allá de la frontera racial. La vida intelectual debió ser a poco tan plena, tan intensa y fecunda, que nos parecen harto justificadas las hipérboles de Bernardo de Balbuena en su grandeza mexicana:
Aquí hallarás más hombres
eminentes
En toda ciencia y todas facultades
Que arenas lleva el Gange en sus corrientes.
En cuanto a la última sementera, la unión del español con la india, no vamos a hablar mucho. Entre otras razones, porque se trata de cosa archisabida. Digamos no más que ese hecho llegó a distinguir a la colonización española (también a la portuguesa) de todas las demás colonizaciones que ha sido. Ello, tanto como la humanidad de las leyes de Indias, o más si cabe, fue el reconocimiento más sincero de igualdad verdadera entre nativos y españoles, en manera alguna impuesto por el juicio (esto habría sido inconcebible pedantería ), si no dictado por la fuerza a un tiempo ciega y clarividente del amor. Desde el principio hubo uniones libres y matrimonios entre los conquistadores españoles y las hijas de las familias pudientes aborígenes, dándole lugar muy pronto incluso a una nueva nobleza, y la nobleza mestiza, o como el marquesado de Montezuma, el inca Garcilaso, etc.
La importancia de esta unión en el orden racial y de vínculos y de lazos, como se ha dicho tantas veces tiene evidencia fenoménica, respuesta que representó nada menos que la aparición de un nuevo hombre en la civilización universal: el hispano americano, con todas sus originales características. Bien cargado de razón decía últimamente el escritor hondureño Rafael Heliodoro Valle: No somos ni indios ni españoles, sino hispanoamericanos, y está mal que se nos llame latinoamericanos.
Pero debemos acabar el presente relato, aun seguro de dejarlo incompleto. Esas siembras, no siempre civilizadas perfectamente, pues la misma magnitud de la empresa impedía la perfección al detalle, se extendieron en Hispanoamérica desde finales del siglo XVI hasta entrado el siglo XIX. Aparte su valor intrínseco, que ya no hay espacio siquiera para enunciar esa labor se prolongó después en consecuencias históricas.
Ella fue sin duda con sus leyes respetuosas de la personalidad humana, con sus universidades y sus colegios y con el hecho tan revolucionario de suyo de la unión de razas, la formadora de élites ciudadanas que habrían de dirigir después la revolución y sus gobiernos inmediatos. (La Revolución de 1810, dice en este sentido el ilustre historiador argentino don Ricardo Levene, nace en fuentes hispanas y se desarrolla durante la dominación española, aunque va contra ellas) más esta afirmación como todo cuanto venimos diciendo advirtamoslos, antes de terminar muy rotundamente, no invadida la originalidad actual de las naciones hispanoamericanas, ni sus perfiles nacionales, ni su fuerza de creación, ni mucho menos menoscababa cuanto estas naciones han sabido levantar con sus propias viriles manos en materia de espíritu desde 1810 hasta hoy. ¿Por qué habría de menoscabarlo? Nuestros antepasados no pueden restar originalidad a nuestras obras de hoy. En cambio sí fueron nobles, pueden añadir una cosa: abolengo o solera.
En fin, existieron, digamos para volver al principio, aquellos dos brillantes destellos, ambos bélicos, con los cuales se abre y se cierra la dominación española en América. Hubo, en efecto, la espada del conquistador, y a veces fue dura por empeñosa, pues a cada paso había de enfrentarse con hombres muy bravos que defendían su suelo con tanta razón como coraje. Hubo asimismo la espada de Bolívar, espada hispanoamericana, o templada y bruñida en la misma civilización española, casi parece una espada de Toledo, y cuyo valiente brillo no podemos ver ya como la representación de una ni varias naciones de nuestra habla, sino como la vocación decidida de independencia de un continente.
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