En un nuevo aniversario de la Constitución de Cuba como república independiente y soberana actualizan los hechos más salientes de nuestra historia y nos sentimos inclinados al recuento y a la reflexión. Fue tarea cíclopes izar la bandera de Narciso López en los mástiles de Cuba Libre.
Donde más de medio siglo se movilizaron los cubanos para plantear sus reivindicaciones, para demandar ante la Metrópoli un mejor trato, para conspirar contra sociedades secretas, para alistar, en fin, a los patriotas en un empeño revolucionario que habría denostar muchos estrago y muchas vidas pero que a la postre nos daría el derecho a figurar entre las personas libres del mundo. Cuando se repasa la historia de nuestras luchas por la libertad se comprende el amor de nuestro pueblo a sus instituciones democráticas y republicanas, a los derechos que a de machete conquistó en la manigua. No fue un regalo la libertad para los nacidos en esta. Fue un ideal alcanzado con sacrificio y con dolor y como tal ha de ser defendido en todo tiempo con renovado dolor y renovado sacrificio.
El 20 de mayo de 1902, cuando se arrió la bandera de las barras y las estrella y se izó en su lugar el triángulo rojo y la estrella solitaria, muchos hombres que habían curtido su cuerpo y su espíritu en las dos guerras, derramaron lágrimas de emoción. Se comprende perfectamente aquella espontánea efusión del sentimiento patrio.
A 120 años de aquel magno suceso la inauguración de la república independiente se nos aparece como un alba radiante, como un milagro de fe, perseverancia, de amor. Fuimos los últimos en alcanzar la libertad. Cuando casi toda la América impone reto al yugo, nosotros seguíamos siendo esclavos. Por eso fue mayor nuestra pasión y mayor otra angustia.
No queríamos ser los rezagados, derelictos en un continente consagrado a la democracia y a la libertad. Y todavía hubo un motivo nacional para acrecer nuestra congoja: la derrota de las armas españolas en una guerra que habíamos dado en 1895, que había conmovido a la isla de extremo a otro con la proeza de la invasión y la patria humillada con los horrores de la concentración weyleriana, no significó la asunción inmediatamente los cubanos del gobierno propio.
De momento nos echó a un lado y ni siquiera se nos tuvo como en el Tratado de París, que firmaron plenipetinciario españoles e hispanoamericanos. Tuvimos que esperar para que se reconociese en la práctica nuestro derecho a la soberanía, que ya se había reconocido antes en la letra de la Redacción Conjunta. Aquella espera está llena de aprensiones y recelos.
Los más impacientes llegaron a pensar que todos los sacrificios habían sido estériles y que Céspedes, Agramonte, Maceo y Martí habían muerto en vano. Triunfaron, al fin, las aspiraciones legítimas de nuestro pueblo la potencia que había sido nuestra aliada y cuyos patriotas se habían confundido con los nuestros en los campos de batalla de Oriente, luchando con parejo heroísmo por una misma causa de libertad y decoro, solo permaneció en Cuba el tiempo necesario para que se organizase el ejercicio de la soberanía por los propios cubanos a través del único procedimiento realmente democrático, realmente válido; el de la elección popular.
En la primera consulta al pueblo resultó electo un ciudadano que poseía una gran ejecutoria y gozaba de un extraordinario prestigio don Tomás Estrada Palma. Con él estrenamos el gobierno propio en un ambiente de sencillez y austeridad.
Cualquiera que sea el juicio general que su administración merezca, con rasgo que nadie discute resalta en ella y la caracteriza la honradez. Don Tomás Estrada fue un administrador de los fondos públicos. Como dice el ejemplo de arriba, no tuvo que recurrir a métodos especiales de vigilancia, de inspección o de represión para que sus ministros y altos funcionarios se atuviesen a sus consignas escrupulosas. Con un sentido patriarcal de la jefatura del Estado, trataba a todos con amable solicitud, sin jactancias ni discriminaciones. Y al terminar sus labores en Palacio, regresaba muchas veces a su casa en el tranvía confundido democráticamente con los hombres y las mujeres del pueblo.
El recuerdo del primer gobierno republicano invita a reflexionar sobre un tema que nunca pasa de actualidad; el de la honestidad administrativa. Una de las grandes quiebras de la República ha sido la banalidad de la mayor parte de sus servidores. El mismo gobierno interventor que padecimos después de la revolución a que dio lugar la maniobra reeleccionista, urdida por la camarilla de don Tomás, fue un lamentable exponente de corrupción y escándalo.
A partir de aquel mal ejemplo se inició en la República la carrera del peculado, carrera desenfrenada que le ha quitado grandeza a la política y la ha convertido, salvo naturales y honrosas excepciones, en ruin granjería.
Inauguramos la República en medio de un entusiasmo delirante, de una emoción que arrancó lágrimas a hombres de muy viril ejecutoria. Nos iniciamos en las graves responsabilidades del gobierno propio con gran respeto hacia el proclamado. Poco a poco, a medida que la nación evolucionaba económicamente, ese respeto se fue perdiendo y acábamos por establecer el “chivo”, como símbolo de nuestra vida pública.
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